sábado, 7 de junio de 2008

De vuelta

De vuelta de Madrid he dejado pasar algunos días antes de intentar poner en orden lo visto, lo no visto y lo que posiblemente no volveré a ver. Para comenzar debo confesar que solamente asistí a ese peculiar San Isidro, emparedado, como la mortadela del bocadillo, entre dos ferias difícilmente encasillables: la de la Comunidad (¿de quién es San Isidro entonces?) y la críptica Feria de Aniversario, que por su tozudo empeño de celebrarse todo los años debería llamarse Del Cumpleaños, a pesar que no he conseguido encontrar ningún aficionado que fuera capaz de decirme el nombre del festejado. Debo reconocer que, además de la falta de tiempo, fue la falta de interés la que me llevó a saltarme los apéndices del serial principal.

Sin pretender que este escrito se transforme en un cuaderno de viaje, ya que tomaría varias resmas el relatar todas las cosas vividas y todavía no les podría hacer justicia, quisiera mencionar que mi principal satisfacción provino de haberme reencontrado con grandes amigos y amigas, excelentes aficionados y personas honestas que hicieron enormemente placentera mi estadía en la capital del reino. Nombrarlos a todos y a todas sería de nunca acabar, y mencionar sólo a algunos o algunas sería injusto, de modo que lo dejo aquí y traslado a todos mi gratitud por regalarme momentos tan gratos.

Después de las ferias anteriores, las esperanzas de encontrarme con la gran sorpresa de una corrida completa bien aprovechada por los de luces, se encontraban bastante difuminadas, a pesar de mi terca tendencia a la esperanza. Quiero mencionar, sin embargo, que antes de comenzar la feria tuve un impagable encuentro con el arte, aunque no en la plaza, al asistir a la estupenda exposición fotográfica de Juan Pelegrín, lo que me resarció de la falta de estética de tantos festejos del largo serial, y me permitió un primer encuentro con gente entrañable.

Lo que vino después, es lo que temía. Hemos visto la fiesta del presente y me temo que del futuro, porque, tal como están las cosas, parece que el proceso es irreversible. Y lo digo especialmente porque lo que se ha pretendido hacer, con la mejor de las intenciones, a través de publicar un apéndice del Manifiesto de los Aficionados referido a la suerte de varas, se ha convertido, sin querer, en un aval de lo que hemos visto. Desde luego que ninguno de los estupendos aficionados que participó en la ardua redacción del documento final, que conoció varios borradores, puestos a discusión entre las partes involucradas, hasta llegar a su forma definitiva, se da por satisfecho con aquella farsa indigna en que se ha transformado el primer tercio, pero, desgraciadamente, el demonio está en el detalle.

Lo que vimos en Madrid, la primera plaza del mundo, fue un tercio consistente en dos puyazos (es un decir) como norma para todos los toros. De esa forma no se mide la bravura ni se hace necesario para el ganadero criar y seleccionar toros que aguanten una suerte de varas en regla. El anexo del Manifiesto no toca ese problema como no sea para recomendar que, a pesar de estar legislado el mínimo de dos puyazos, se deba aumentar el número de varas para conseguir premios como orejas, vueltas al ruedo y la elección de la mejor corrida o el mejor toro.

Todos sabemos que los profesionales del toreo, vulgo “taurinos”, tienen la tendencia a elegir de la ley aquello que los beneficia y omitir lo que no les gusta a través de ignorarlo y violarlo consistentemente hasta que se transforma en una ley natural, para después integrarlo al borrador del siguiente Reglamento. Ha ocurrido con numerosas cosas, desde la espada de madera hasta el caballo con los dos ojos tapados, pasando por algunos usos más antiguos como la prohibición de los subalternos de torear a dos manos, como no fuera por orden del matador. Creer que se va a respetar algo que ni siquiera está establecido como regla es caer en una ingenuidad ni siquiera explicable por la candorosa condición de aficionado a los toros.

Desde luego, las disquisiciones anteriores nos podrían llevar a concluir que, así como se han puesto por montera las tradiciones y la lógica de la tauromaquia, es perfectamente posible que los profesionales del toreo se pasen por el arco del triunfo todas las propuestas promovidas por un grupo de aficionados independientes que no tienen ningún interés comercial en la fiesta. Pero eso había que pensarlo antes de publicar un Manifiesto.

Todos somos conscientes de que la fiesta necesita una rectificación profunda si quiere alcanzar la dignidad y la fuerza de siempre y eso ha llevado a los redactores del documento y a quienes lo apoyamos, a levantar la voz en defensa de valores imprescindibles. Pero un manifiesto no es una rogativa, es una exigencia destinada a conseguir lo que nos niegan. No podemos exigir a través de amoldarnos a las posibles concesiones porque no estamos negociando sino demandando. El manifiesto más célebre, quizás, de la historia contemporánea establecía que los proletarios del mundo debían unirse y que lo único que tenían que perder eran sus cadenas. No decía que las cadenas debían ser más ligeras o más largas para permitir más libertad de movimientos. No se trataba de adecuarlas, se trataba de perderlas.

Si con nuestras exigencias pretendemos buscar el camino del medio para no ser demasiado exigentes y conseguir más a nuestro favor, no debiéramos molestarnos porque ese es el camino en que nos encontramos actualmente, y es el camino de los taurinos. Si no se recupera el tercer puyazo por ley no habrá suerte de varas y da igual los premios, la puya o el tamaño del encordelado. Nos habrán terminado de escamotear nuestra fiesta irremediablemente para reemplazarla con lo que vimos en San Isidro 2008.

Dicho todo esto, hay que reconocer que la mayoría de los postulados del documento sobre la suerte de varas son verdades imprescindibles que describen con total claridad las carencias actuales y formulan las mejores soluciones. Pero no basta. Sin las tres varas, no basta. A pesar de todo, y desde el fondo de mi corazón testarudo, vaya mi apoyo irrestricto al Manifiesto original y mi reconocimiento y admiración a quienes, insisto, con toda buena intención del mundo, se han metido en el trabajo tan agotador como infecundo de buscar un parche para una fiesta que requiere cirugía mayor. Ojalá que el inestimable impulso perdure y nos lleve a propuestas más radicales, teniendo que reconocer, con tristeza, que “radical” se considera actualmente a cualquier esfuerzo por salvar la fiesta devolviéndole los valores esenciales que siempre tuvo.

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