Siempre los toreros han cortado la temporada en algún punto de su carrera. Generalmente ocurría después de una cornada, y cuando volvían a actuar (todavía no le llamaban “reaparecer”) solían ser recibidos con una ovación de gala y ya está. Qué mejor homenaje para un torero que la gratitud de la gente por sus sacrificios y el reconocimiento a priori de sus méritos. Muchos cortaban la temporada y no iban a América, sino que pasaban el invierno haciendo campo y preparándose para las temporadas españolas. Digo aquellos que tenían contratos, cosa que no era necesariamente previsible ni siquiera para aquellos buenos profesionales que se hallaban en las zonas medias del escalafón.
En esas épocas, no muy lejanas, la valía de los toreros se medía en el ruedo y se circunscribía exclusivamente a sus condiciones profesionales. A nadie le interesaba, en el mejor sentido de la palabra, la situación personal del actuante simplemente porque no tiene ni debe tener ninguna importancia. Por supuesto, si el diestro ha sufrido una desgracia familiar y el público lo llega a saber, se le recibirá con cariño y solidaridad, a pesar que ni el torero ni su entorno lo hayan publicitado. Seguramente la evaluación de su actuación tampoco era medida con raseros demasiado exigentes (generalmente no hacía falta) pero tampoco se le iba a regalar un trofeo ni mucho menos una campaña completa de corridas en plazas selectas.
Ahora, con la llegada de los medios de comunicación, que se ocupan del tema de los toros pero ignoran enteramente la tauromaquia, y del marketing desaforado de los representantes, los regresos de los toreros se venden como si fueran la tan esperada panacea para la salvación de la cultura occidental, y para reforzar esa imagen que, mirada con un mínimo de rigor, no es ni esperada ni panacea, echan mano a todos los recursos paralelos para justificar por la vía de la propaganda lo que el torero no ha justificado en el ruedo.
Debo confesar en este punto que no he seguido con la requerida atención la saga del retiro de Morante y sus cuitas sicológicas, pero los argumentos esgrimidos por algunos de sus documentados defensores me hace colegir que cortó la temporada, con bombo y platillo, por estar afectado por una depresión. Terrible cosa, ante la que manifestamos nuestra solidaridad más irrestricta para con el paciente, pero que no representa ningún factor de evaluación de la calidad ni de la importancia del torero en el ruedo. Volver a torear después de haber pasado por lo que se le atribuye a Morante es un mérito de superación personal pero, aunque suene despiadado, como aficionados no tiene por qué importarnos un bledo. Los contratos y los trofeos se ganan en el ruedo, no en los hospitales.
Tampoco nos deja totalmente tranquilos el procedimiento de, en lugar de cortar la temporada como todo el mundo, “retirarse” y “reaparecer” con frecuencia. Me recuerda un poco a Lewis Carrol y sus “no-cumpleaños”. ¿Qué otro propósito puede perseguir una maniobra tan obvia como no sea llamar la atención a través de un tinglado publicitario? Porque, en honor a la verdad, como torero Morante se fue por la puerta de atrás y si se trataba de llamar la atención con sus méritos taurinos, su entorno no debe haber estado seguro de conseguirlo.
Pero, por lo visto, los méritos taurinos constituyen un elemento secundario de la fiesta actual y en lo que hay que hacer hincapié es en las virtudes humanas, las miserias sicológicas y las personalidades aparatosas para reunir el marco de valores que puedan justificar una exitosa carrera. Y Morante las tiene a raudales.
Olvidándonos de la actitud victimista respecto a sus dolencias mentales, de las cuales no tenemos motivo alguno para dudar ni derecho a criticar, al parecer las virtudes más señaladas del torero están en su actitud generosa y samaritana. Se ha echado a correr la especie de que llamó a Rafael de Paula para que fuera su apoderado exclusivamente con el propósito de ayudar al maestro gitano en momentos pecuniarios difíciles. Si realmente esa es la razón, Morante debiera colgar los trastos y no aparecerse nunca más en una plaza de toros ni en un despacho porque con esa capacidad de raciocinio no tiene futuro alguno.
En realidad estamos más inclinados a pensar que, después de los petardos finales, tener un nombre emblemático en el callejón, representante del arte y la pureza que Morante reclama para sí, es un aporte publicitario inestimable para una carrera que no se sabía muy bien por dónde iba a marchar. Las interminables y, en algunos casos, grotescas sesiones fotográficas de ambos no daban la impresión de ser solamente un acto de solidaridad humana para proteger a Paula sino una hábil maniobra para juntar dos nombres que en la historia del toreo todavía están a alguna distancia.
Aparte de la actitud samaritana respecto a su fallido apoderado, se nos quiere vender también una supuesta actitud de desinteresada generosidad ante los aficionados. Para ello se cita nada menos que su actuación en la Beneficencia de Madrid, cuyos honorarios cedió magnánimamente a una obra de beneficencia. No se escucha demasiado contradictorio para mí. No es la primera vez, ni será la última, que un torero ceda sus honorarios a una obra de beneficencia cuando torea una corrida de beneficencia. Lo contrario sería lo raro.
Por otra parte, sin llegar al extremo de decir que Morante debía haber pagado por torear los seis toros en Madrid, lo cierto es que no había hecho mérito alguno para obtener una distinción de esa magnitud y cuando aparecieron los carteles la afición estaba perpleja. Y los resultados de la corrida casi le dan la razón. El compromiso era torear seis toros y toreó uno. Y si no hubiera sido porque se tropezó por falta de facultades y se pegó un cabezazo en el pitón del toro, no habría toreado ni uno. Salió envalentonado de la enfermería y no sé qué le habrán dicho pero se decidió a dar cuatro verónicas y a poner un buen par de banderillas. Con el costurón que llevaba en la frente la gente le iba a soportar todo y de hecho le dejó pasar una faena de muleta tan inocua como las otras cinco porque, por lo visto, actualmente los toreros se miden por el morbo y la mística.
Y ahora, después de tantos antecedentes de buen carácter, generosidad y gusto para vestirse, los aficionados tenemos que prepararnos para la “reaparición” con una campaña de no más de 25 corridas en “plazas escogidas”, empezando por la México con El Pana. Ya veremos la clase de ganado que les echan. El que quiera ver un burdo montaje detrás de todo esto es libre de hacerlo pero eso no es lo más grave. En estos momentos hay decenas de toreros que pagan por torear, que se juegan la vida con lo que nadie quiere y que también son capaces de “meser” la verónica cuando el toro se lo permite. Esos no se retiran ni reaparecen, esos no eligen plazas ni ganaderías ni se pasean por Insurgentes vestidos de payaso para crear expectativas afrodisíacas. Esos son los toreros a los que la afición debe defender. Y denunciar a los impostores.
lunes, 3 de diciembre de 2007
La reaparición de Morante
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1 comentario:
¡Chapeau, amigo!. Suscribo todo lo escrito, palabra por palabra, punto por punto y como por coma.
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