Al iniciar estas humildes reflexiones, vaya por delante una declaración de principios. El día en que a la afición se le exija resignarse a aceptar al toro sin casta como un infortunio inevitable para la preservación de la fiesta actual, será el día en que este modesto aficionado dedicará su tiempo, su interés y sus penosamente ganados cuartos a actividades que le reporten alegrías, momentos gratos y emociones artísticas auténticas.
Ya sé que nos estamos repitiendo y que nos estamos ganando la fama de majaderos y de monotemáticos, pero en nuestra defensa tendremos que decir que no hacemos sino reaccionar a la machacona pertinacia de los indocumentados que pretenden justificar su ignorancia creando máximas que contradicen toda la lógica que pudo tener la tauromaquia, en lugar de sujetarse a las reglas de siempre, que posiblemente desconocen o prefieren no conocer.
Y es que, efectivamente, los principios de la tauromaquia eterna son porfiadamente incómodos y quien quiera seguirlos y respetarlos tiene que resignarse a ver la fiesta con mirada crítica y analítica en lugar de seguir el camino más fácil y divertido de pasar por alto principios en aras de amortizar alegremente el precio de la entrada. Obviamente la tauromaquia es una afición y las aficiones tienen el propósito primordial de divertirse, pero cualquier aficionado serio, o el amante de cualquier arte, comprenderá que si ha elegido una especialidad se supone que es para gozar de ella sobre la base de los principios que la componen. Si bien el tema es recurrente y hasta repetitivo, mucho más lo son los ejemplos con los que se suele demostrar la estolidez de pretender cambiar un arte para adecuarlo a la propia ignorancia.
La mitología popular, exacerbada interesadamente por los profesionales del toreo y sus representantes de la prensa, ha venido esparciendo especies que a estas alturas están desembocando en la creencia general de que existen diferentes tipos de corridas de toros, algunas de las cuales pueden prescindir del toro. El “medio toro” ha existido siempre y las figuras incompetentes y manipuladoras también, pero, de una forma u otra, ya sea por el mayor interés y los conocimientos algo más escrupulosos del público de antaño o por la acción de críticos de prestigio y conocimientos capaces de crear conciencia entre los menos entendidos, todas esa formas de fraude eran tomadas como lo que eran; una variante de la tauromaquia tradicional, pero indefendible.
Actualmente la, indiscutiblemente, precaria situación en que se encuentra la cabaña brava, ha llevado a ciertos sectores del público a tomar partido del lado de quienes han conducido a la fiesta a la crisis ganadera en la que se encuentra, a través de establecer la mañosa división de los toros que “sirven para dar espectáculo” y los zambombos pregonaos, que atribuyen del gusto de la afición, que salen al ruedo a pegar derrotes y que resultan imposible de torear según los cánones al uso. Convendría señalar en este punto que los toros del triunfo se definen por su bondad, nobleza, recorrido, por no tener volúmenes exagerados y por ser cómodos de cabeza. Es decir el sueño de todo torero.
¿Qué podrá tener de malo eso?, se preguntará uno. Bueno, un pequeño detalle: la ausencia del elemento que fundamenta y da sentido a la fiesta de toros, que es la demostración de supremacía del hombre frente a la fiera. Para conseguirla hace falta tener al frente un enemigo y no un colaborador. Para que el hombre salga vencedor en el combate, el enemigo debe tener casta, si es posible bravura y, sí señores, peligro. Sigo repitiéndome pero nada me puede sacar de mi convicción de que, sin emoción, la corrida no es más que el sacrificio de una res por un matarife de luces.
La tauromaquia, después de una época marcada por los tonos grises, ha llegado a una situación de blanco y negro. No hay términos medios. Se trata de toretes indecorosos que permitan el triunfo de los ídolos de moda, o de gayumbadas infumables que impidan cualquier diversión. El que se queje por la falta de bravura, de casta, de fiereza o de las condiciones físicas mínimas para cumplir en varas, ése es el que exige seis marmolillos de dimensiones acromegálicas y pitones elefantiásicos. ¿Cómo decía uno de los tópicos más socorridos? ¿Grande, ande o no ande? Los aficionados nos hemos transformado en los reventadores del placer de la masa a través de urgir la presencia de toros que, todos sabemos de antemano, no van a “ayudar”.
Victorino, Dolores Aguirre, Hernández Plá, Monteviejo, todo lo que tenga que ver con Vega Villar, se han transformado en el referente de los aficionados toreristas para demostrar que la fiesta de la casta y la bravura está destinada al fracaso. Más allá del hecho de que las ganaderías mencionadas estén en buen momento o no, que muchas no lo están, el rechazo al constante clamor de los aficionados por recuperar las características de lidia de los toros se confunden frecuentemente con la pobre situación en la que, lamentablemente, se debaten ganaderías que, en su mayoría, han rechazado la tentación de sucumbir ante el mercantilismo y se han aferrado a sus principios éticos, los que muchas veces los han obligado a enviar al matadero lo que nadie quiere y a dar por fracasos corridas que se perdieron en manos de inútiles que no supieron por dónde meterles mano a una corrida encastada.
Ante esa realidad artificiosa la alternativa parece ser la que debemos enfrentar día a día por esas plazas de Dios. Toros que no aguantan ni dos puyazos bien dados (y estoy siendo muy generoso), con cornamentas cuidadas para no ocasionar demasiada inquietud, capaces de ir y venir tras el pico de la muleta por diez minutos seguidos, si no se les fuerza demasiado, que llevan las orejas en la boca mientras se les someta al destoreo tradicional, porque como se les baje la mano y se les cargue la suerte no duran ni un momento sobre sus cuatro patas, y que producen la paz interior de los toritos inválidos que mencionaba Joaquín Vidal en una de sus inolvidables crónicas. Y se supone que ese tipo de ganado es el único adecuado para “hacer el toreo”, es el que los artistas necesitan para recrearnos con sus figuras afrodisíacas y postura mágicas.
Habiendo mencionado al maestro Joaquín Vidal, se me viene a la memoria un fragmento de la crónica de un otoño de Madrid:
Jamás el toreo, en las décadas últimas que se recuerdan, alcanzó la grandeza a donde lo llevó Rafael de Paula con su faena de muleta al toro-torazo, cornalón y astifino, que salió, sobrero, en cuarto lugar.
Toro-torazo, cornalón y astifino. Es decir, el toro proscrito, el que no ayuda, aquel al que es imposible hacerle el toreo porque el arte, el arte actual, es otra cosa. Pues bien, si esa otra cosa saca carta de ciudadanía y se transforma en la única opción, me reitero en lo que decía arriba. Este servidor de usted se dedica a leer, a escuchar música y a mirar fútbol, pero la “reventa legal” ya puede ir poniendo mi abono a la disposición de aquellos que estén en condiciones de apreciar un espectáculo que yo ya no comprendo.
domingo, 10 de febrero de 2008
Toros contra toros
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1 comentario:
No se puede estar de más de acuerdo en todo lo que dices, querido Marcelo, y por supuesto con lo que escribió en su día Joaquín Vidal. Impresionante Paula aquella memorable tarde, pero impresionante, también, aquel toro de Martínez-Benavides, encastado, con una gran movilidad y una embestida alegre que trascendió de inmediato a los tendidos, produciendo esa emoción tan imprescindible que suele ser preámbulo para que en el ruedo se produzca una obra de arte. Sí, astifino con dos pitones que terminaban en dos puntas de alfiler, bien armado y excelente trapío, por perfecto de hechuras. No era un toro grande, ni mucho menos un elefante con cuernos como los taurinos y taurineadores de aquel momento proclamaban que era el toro de Madrid, sino un animal bellísimo, vareado, perfectamente musculado. La tarde que se unieron la magia de un torero distinto y la de un toro íntegro en todas sus variantes y en la que fundiéndose ambas propiciaron que, algo más de dos décadas después, el recuerdo siga fresco en la memoria de la mayoría de los que tuvimos la suerte de presenciar aquella imborrable pelea entre un hombre y un toro, ambos auténticos y de verdad.
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