lunes, 22 de septiembre de 2008

El tonto de Barcelona


Las variantes y derivaciones de los comportamientos de los toros son afortunadamente numerosas, lo que propicia que los aficionados, por una parte, puedan ponerse de acuerdo, en líneas generales, quitando y poniendo elementos hasta llegar a una descripción relativamente rigurosa de lo que ven o, por otra, a que no lleguen jamás a entenderse. Entre las variantes más reconocibles y cada vez más frecuentes en las plazas españolas de nuestros días se encuentra una que no era tan recurrente hasta hace algunos años atrás: el tonto.

El tonto es el toro que va y viene, es el toro que “sirve”, el toro que cree que su obligación no es pegar cornadas sino colaborar con las figuras. Algunos de ellos desarrollan motor y embisten durante largos minutos sin tirar un mal derrote a pesar de todos los errores que se cometan con él, a pesar de los cites fuera de cacho, los enganchones y las dudas. A un toro encastado ese tipo de faena le sienta fatal y suele protestar poniendo en serios aprietos al torero, pero claro, ahí está la diferencia fundamental. El toro encastado aprende y el tonto no se entera.

Esa característica inestimable de docilidad para aquellos diestros que quieren ejercer su profesión sin sobresaltos y para aquel público que gusta de divertirse en línea recta, es la que los alquimistas del encaste bodeguero han venido buscando y consiguiendo desde hace años hasta llegar al toro llamado “artista”. Lo malo es que, si bien en un principio movía a dudas el comportamiento de un toro de nobleza ovejuna, que no reaccionaba aunque el diestro fuera un inepto y que llegaba a la muerte sin dominar pero sin establecer tampoco reivindicación alguna de dominio, ahora esa opción de la entente cordial entre toro y torero es la exigida y aclamada.

Había una broma que solía lanzar el público de boxeo en Sudamérica cuando el combate estaba aburriendo a las ovejas y los púgiles no parecían ni deseosos ni capacitados para mejorar la situación. Nunca faltaba alguno que gritaba desde el gallinero: “¡Arreglaos por las buenas!” Sin duda era un recurso irónico para manifestar la protesta por una labor no cumplida en el cuadrilátero. Ahora, en los toros, el público en general parece estar deseando que se dé una circunstancia así, donde no haya combate, donde no haya que manifestar supremacía alguna, donde salga un tonto que vaya y venga, aunque sea sólo por un pitón, que ya se encargará el diestro de evitar el otro, para poder dar rienda suelta a su entusiasmo.

El tonto, que entre los menos iniciados propiciaba la confusión entre bravura y recorrido, nobleza y bobaliconería, era una excepción ingrata en medio de una cabaña brava que ofrecía todavía numerosas variantes, incluso hasta positivas, pero con el paso del tiempo los taurinos han conseguido dar carta de ciudadanía al fenómeno y ahora han culminado indultando un tonto en Barcelona.

No, no hablaré de José Tomás, ni para bien ni para mal. Solamente me interesa aclararme sobre los parámetros que se van a empezar a usar desde ahora en las plazas de primera para calificar el comportamiento de un toro de indulto. Como comparación convendría mencionar a Belador, el famoso Victorino que se indultó en Madrid. El toro soportó con bravura una suerte de varas en regla, y después de habérsele perdonado la vida estuvo dos horas en el ruedo, pidiendo guerra, porque no había manera de meterlo a los corrales, incluso después que Ortega Cano casi lo matara de verdad, cuando clavó la banderilla con que simuló la suerte suprema por uno de los boquetes que había dejado el picador y estuvo a punto de hundirse como un estoque.

En Barcelona no solamente se simuló la suerte de matar sino también la suerte de varas, y el toro se fue de vuelta, camino a la dehesa, a paso cansino y sin que hiciera falta más que el torero con su muleta para meterlo dócilmente a los chiqueros. Yo, como la mayoría, porque la plaza de Barcelona tiene el aforo que tiene y no más, opino por lo que he visto en los vídeos de internet (a pesar de lo cual, insisto, no hablaré del torero) y por lo que comenta gente confiable que estuvo presente, y con esos antecedentes no me puede entrar en la cabeza que el toro haya sido un ejemplar excepcional, con condiciones de casta y bravura que lo hayan hecho acreedor del beneficio de padrear. Esperemos que la obnubilación que ha puesto patas arriba un ya menesteroso escalafón de matadores no nos lleve también a trastocar definitivamente los valores cuando se trata del ganado y así terminar con todos los elementos que han hecho de esta fiesta un arte de bravura y de valor. Confiemos en que el tonto de Barcelona sea la excepción.

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