sábado, 28 de junio de 2008

La Afición Conspicua

Desde que se tiene memoria, la afición de Madrid ha sido objeto de ataques del oficialismo basados en un principio que se ha impuesto a pesar de su manifiesta ausencia de toda lógica: el que los aficionados quieren que los festejos fracasen. La “irónica” observación de aquel NO-DO de los años sesenta (“¿Por qué protestan algunos? ¿Porque llueve?”) o el desgraciado comentario deslizado en la transmisión por televisión de la corrida de Victorino de 1982, (“¡Qué mal rato estarán pasando los del pañuelo verde!”) dan una idea del espíritu que se les atribuía a quienes protestaban desde su tendido.

Y estamos hablando de gente que supuestamente entendía de toros, aunque algunos pudieran tener otros intereses que los llevaran a torcer levemente los hechos hacia su querencia. Pero el caso se da más palmariamente entre los espectadores que reaccionan a los sonidos y no a los conceptos, y para quienes las palmas de tango no son otra cosa que contaminación sonora porque no son capaces de reconocer el motivo de la protesta. Ellos han pagado su entrada y quieren tener su fiesta en paz, sin contratiempos que ni entienden, ni les interesan.

“El toreo es emoción, y mientras te emociones todo lo demás es secundario”, se escucha decir con cada vez más frecuencia. Dicho en román paladino, cualquiera puede acudir, aunque sea por primera vez en su vida, a una representación artística, y si se emociona, por las razones que sean, esto lo convierte en un experto capaz de rebatir cualquier opinión disidente y, si están en mayoría, expulsar a quienes llevan años viendo y estudiando determinado arte y tienen fundadas razones para no dejar que la supuesta emoción reemplace el respeto por los rudimentos.

Ese respeto por las normas básicas de la tauromaquia, que la afición intenta defender con ardor, incluso ahora donde la proporción de desconocedores opinantes ha aumentado peligrosamente y hay muchas cosas elementales que se han perdido por ley, se ha transformado para los espectadores emocionables en una serie de tópicos con los que se pretende exigir la “tauromaquia perfecta”, agregando, con paternalismo, que esa no existe. No creo necesario que nos detengamos a establecer la distancia entre los mínimos que se exigen, lo poco que se ven en el ruedo y lo que sería la tauromaquia perfecta, pero convendría aclarar que lo que los emocionables llaman tópicos no son otra cosa que los rudimentos de aplicación obligatoria en cualquier arte.

En música, la afinación no es un tópico; en pintura, la perspectiva no es un tópico; en literatura, la ortografía no es un tópico. Son los elementos básicos con los que se empieza a trabajar aunque pueda haber variantes y transgresiones –voluntarias y conscientes, por cierto- que hagan del arte algo nuevo e interesante. Ignorarlos es un error y quien sepa que lo es, tiene la facultad y la obligación de hacerlo presente.

En tauromaquia, un toro íntegro, con casta, trapío y en puntas, no es un tópico. Torear con la panza de la muleta, cargar la suerte, no meter el pico, dar la distancia y los terrenos adecuados, entender a los toros, no aliviarse, mentir, ni zapatillear, no son tópicos, son exigencias básicas. Hay quienes se emocionan con el destoreo y piensan que eso es suficiente para darle legitimidad. No lo es, y los aficionados lo saben. Eso es lo que tanto les molesta a quienes quieren amortizar los, a veces, desorbitados precios de sus localidades.

Actualmente las cosas se han trastrocado hasta darle interpretaciones casi surrealistas. Durante una de las presentaciones de El Cid en la pasada Feria de San Isidro, el torero pretendió culminar una meritoria tanda con un pase de pecho citando exageradamente fuera de cacho, porque no había mandado lo suficiente para dejar al toro en la posición adecuada para ligar. La afición se lo reprochó. El Cid miró al tendido 7, asintió, se cruzó y dio un pase de pecho monumental que fue celebrado de pie por toda la plaza, especialmente los reprochadores. La interpretación de algún “comentarista” emocionable: “¡Jódete 7!”.

Es difícil encontrarle alguna lógica a dicha interpretación, pero si nos vamos por el camino de lo estrafalario esa es la solución. Que los toreros salgan al ruedo a joder al 7 y hagan las cosas como mandan los cánones, a toros íntegros. De esa forma los energúmenos que buscan solamente fracasos saldrán con la cola entre las piernas y la tauromaquia habrá recuperado sus valores originales. Pero, claro, no es eso. El siete quiere ver toros y toreros que los toreen, y cuando aparecen se vuelve de miel. Son los mediocres, los triunfalistas o los sinvergüenzas los que se quejan de la “dureza” de los entendidos.

El grave problema actual, entre otros, es que la proporción de aficionados entendidos y la de los desconocedores emocionables ha cambiado de forma brutal, no tanto en lo que se refiere a números, porque siempre la afición conspicua fue una minoría, sino en la actitud contestataria de analfabetismo militante, alimentada y promovida por la prensa oficialista que ha encontrado en aquellos cándidos pero irresponsables adversarios de todo lo que salga del tendido 7, la masa de ingenuos útiles que les ayude a proteger su negocio.

El recientemente fallecido periodista taurino Rafael Campos de España, señalaba en una oportunidad, criticando la vehemencia con que el 7 reacciona ante lo que no le gusta, que, antiguamente, bastaba con que el Ronquillo se levantara y dijera que no con la mano para que una vuelta al ruedo ya no valiera. Era suficiente sin tener que desgañitarse para denunciar el fraude. Claro. Es verdad. Entonces los restantes 23.950 espectadores no estaban lanzando claveles, pidiendo orejas, ni mentándole la madre, como ahora, a los cuatro que quedan, que todavía exigen el toreo en su plenitud y no la farsa que vemos actualmente. Así cualquiera.

sábado, 7 de junio de 2008

De vuelta

De vuelta de Madrid he dejado pasar algunos días antes de intentar poner en orden lo visto, lo no visto y lo que posiblemente no volveré a ver. Para comenzar debo confesar que solamente asistí a ese peculiar San Isidro, emparedado, como la mortadela del bocadillo, entre dos ferias difícilmente encasillables: la de la Comunidad (¿de quién es San Isidro entonces?) y la críptica Feria de Aniversario, que por su tozudo empeño de celebrarse todo los años debería llamarse Del Cumpleaños, a pesar que no he conseguido encontrar ningún aficionado que fuera capaz de decirme el nombre del festejado. Debo reconocer que, además de la falta de tiempo, fue la falta de interés la que me llevó a saltarme los apéndices del serial principal.

Sin pretender que este escrito se transforme en un cuaderno de viaje, ya que tomaría varias resmas el relatar todas las cosas vividas y todavía no les podría hacer justicia, quisiera mencionar que mi principal satisfacción provino de haberme reencontrado con grandes amigos y amigas, excelentes aficionados y personas honestas que hicieron enormemente placentera mi estadía en la capital del reino. Nombrarlos a todos y a todas sería de nunca acabar, y mencionar sólo a algunos o algunas sería injusto, de modo que lo dejo aquí y traslado a todos mi gratitud por regalarme momentos tan gratos.

Después de las ferias anteriores, las esperanzas de encontrarme con la gran sorpresa de una corrida completa bien aprovechada por los de luces, se encontraban bastante difuminadas, a pesar de mi terca tendencia a la esperanza. Quiero mencionar, sin embargo, que antes de comenzar la feria tuve un impagable encuentro con el arte, aunque no en la plaza, al asistir a la estupenda exposición fotográfica de Juan Pelegrín, lo que me resarció de la falta de estética de tantos festejos del largo serial, y me permitió un primer encuentro con gente entrañable.

Lo que vino después, es lo que temía. Hemos visto la fiesta del presente y me temo que del futuro, porque, tal como están las cosas, parece que el proceso es irreversible. Y lo digo especialmente porque lo que se ha pretendido hacer, con la mejor de las intenciones, a través de publicar un apéndice del Manifiesto de los Aficionados referido a la suerte de varas, se ha convertido, sin querer, en un aval de lo que hemos visto. Desde luego que ninguno de los estupendos aficionados que participó en la ardua redacción del documento final, que conoció varios borradores, puestos a discusión entre las partes involucradas, hasta llegar a su forma definitiva, se da por satisfecho con aquella farsa indigna en que se ha transformado el primer tercio, pero, desgraciadamente, el demonio está en el detalle.

Lo que vimos en Madrid, la primera plaza del mundo, fue un tercio consistente en dos puyazos (es un decir) como norma para todos los toros. De esa forma no se mide la bravura ni se hace necesario para el ganadero criar y seleccionar toros que aguanten una suerte de varas en regla. El anexo del Manifiesto no toca ese problema como no sea para recomendar que, a pesar de estar legislado el mínimo de dos puyazos, se deba aumentar el número de varas para conseguir premios como orejas, vueltas al ruedo y la elección de la mejor corrida o el mejor toro.

Todos sabemos que los profesionales del toreo, vulgo “taurinos”, tienen la tendencia a elegir de la ley aquello que los beneficia y omitir lo que no les gusta a través de ignorarlo y violarlo consistentemente hasta que se transforma en una ley natural, para después integrarlo al borrador del siguiente Reglamento. Ha ocurrido con numerosas cosas, desde la espada de madera hasta el caballo con los dos ojos tapados, pasando por algunos usos más antiguos como la prohibición de los subalternos de torear a dos manos, como no fuera por orden del matador. Creer que se va a respetar algo que ni siquiera está establecido como regla es caer en una ingenuidad ni siquiera explicable por la candorosa condición de aficionado a los toros.

Desde luego, las disquisiciones anteriores nos podrían llevar a concluir que, así como se han puesto por montera las tradiciones y la lógica de la tauromaquia, es perfectamente posible que los profesionales del toreo se pasen por el arco del triunfo todas las propuestas promovidas por un grupo de aficionados independientes que no tienen ningún interés comercial en la fiesta. Pero eso había que pensarlo antes de publicar un Manifiesto.

Todos somos conscientes de que la fiesta necesita una rectificación profunda si quiere alcanzar la dignidad y la fuerza de siempre y eso ha llevado a los redactores del documento y a quienes lo apoyamos, a levantar la voz en defensa de valores imprescindibles. Pero un manifiesto no es una rogativa, es una exigencia destinada a conseguir lo que nos niegan. No podemos exigir a través de amoldarnos a las posibles concesiones porque no estamos negociando sino demandando. El manifiesto más célebre, quizás, de la historia contemporánea establecía que los proletarios del mundo debían unirse y que lo único que tenían que perder eran sus cadenas. No decía que las cadenas debían ser más ligeras o más largas para permitir más libertad de movimientos. No se trataba de adecuarlas, se trataba de perderlas.

Si con nuestras exigencias pretendemos buscar el camino del medio para no ser demasiado exigentes y conseguir más a nuestro favor, no debiéramos molestarnos porque ese es el camino en que nos encontramos actualmente, y es el camino de los taurinos. Si no se recupera el tercer puyazo por ley no habrá suerte de varas y da igual los premios, la puya o el tamaño del encordelado. Nos habrán terminado de escamotear nuestra fiesta irremediablemente para reemplazarla con lo que vimos en San Isidro 2008.

Dicho todo esto, hay que reconocer que la mayoría de los postulados del documento sobre la suerte de varas son verdades imprescindibles que describen con total claridad las carencias actuales y formulan las mejores soluciones. Pero no basta. Sin las tres varas, no basta. A pesar de todo, y desde el fondo de mi corazón testarudo, vaya mi apoyo irrestricto al Manifiesto original y mi reconocimiento y admiración a quienes, insisto, con toda buena intención del mundo, se han metido en el trabajo tan agotador como infecundo de buscar un parche para una fiesta que requiere cirugía mayor. Ojalá que el inestimable impulso perdure y nos lleve a propuestas más radicales, teniendo que reconocer, con tristeza, que “radical” se considera actualmente a cualquier esfuerzo por salvar la fiesta devolviéndole los valores esenciales que siempre tuvo.