miércoles, 31 de diciembre de 2008

Año Nuevo


Normalmente el título del último artículo del año podría ser perfectamente “Feliz Año Nuevo” en lugar de Año Nuevo, a secas. Es verdad que un título así no aporta mucha información ni despierta mayor interés. Pero la alternativa de desear felicidades indiscriminadas también me ocasiona problemas. Para mí los buenos deseos ecuménicos, en caso de ser sinceros, son improcedentes y de no serlo, son innecesarios. Honestamente no me puedo acostumbrar a la idea de estar deseando lo mejor a todo el mundo, me lea o no, porque este mensaje estaría, idealmente, llegando tanto a Taurodelta como a los reclusos del penal de Punta Peuco, en mi país. Y mientras respecto a estos últimos espero que se pudran en la cárcel, a los empresarios de Madrid les deseo que el cese les llegue lo antes posible pero en estupenda salud y con las mejores perspectivas para el futuro, alejados de las plazas de toros. A mis amigos y familia ya les he hecho llegar mis parabienes, y a los pocos que no he conseguido ubicar, por tener sus señas equivocadas, ya veré la manera de saludarlos cuando corresponda.

Lo que nadie nos impide, sin embargo, es expresar nuestras esperanzas para el año nuevo. Por lo que a mí respecta, reduciendo el ámbito a la temática de estas páginas, quisiera que, por casualidad, salieran toros alguna vez a las plazas, que tocara la suerte que en el ruedo hubiera toreros que supieran cómo lidiarlos y que se diera la dichosa circunstancia de que, cuando esto sucediera, servidor estuviera presenciando el festejo. Cualquiera diría que es una manifestación de modestia franciscana el pedir tan poco, pero la verdad es que si llegara a ocurrir sería un pequeño milagro. Cualquier aficionado antiguo se mesaría los cabellos al escuchar que la presencia de un toro de características tan obvias como casta, trapío, fuerza y bravura sería una entelequia de soñador empedernido y que pedirlo sería estar desprovisto de todo sentido de la realidad.

Y a más de alguno le entraría un jamacuco al enterarse que la gran aspiración de los aficionados actuales es poder ver una lidia en la que se reciba al toro de las características mencionadas arriba, ganándole terreno, bajándole las manos y rematando en la boca de riego; que la suerte de varas se empleara para medir la bravura de los toros a través de ponerlos a su distancia, picarlos arriba y probar cada vez las condiciones de sus embestidas en tres quites; que los banderilleros estén breves, hagan la suerte con galanura, claven arriba, cuadren en la cara, salgan andando y hasta a veces se desmonteren al finalizar el tercio; y que los matadores le den la lidia adecuada al toro, según sus características, y en el mejor de los casos triunfen, si se topan con un animal bravo y noble que les permita citar de largo, cargar la suerte, parar, templar, mandar y rematar atrás para, después de cuatro o cinco tandas, entrar a matar por arriba.

¿Que cuándo he visto yo una corrida así? Aunque parezca raro, muchas veces, y no digo yo, sino muchísimos aficionados que llevan algo más de tiempo yendo a los toros. No he descrito una corrida apoteósica ni una faena de época. Solamente he mencionado lo que tenemos derecho a esperar de un espectáculo como la tauromaquia: que los toros respondan a su condición de reses de lidia y los toreros hagan su trabajo. El problema es que esto se ha desnaturalizado tanto que cuando uno habla de lo normal se piensa que está invocando ensoñaciones antojadizas e imposibles de llevar a cabo. La fiesta está en una situación de descomposición tal que ya no se sabe si es todavía posible disfrutar de su versión tradicional.

Y no solamente los toros. Una esperanza profundamente sincera, es que cuando también se describa a un niño la posibilidad de vivir en una ciudad en la que no caigan bombas, en la que pueda ir todos los días a una escuela que no esté en ruinas, corriendo el riesgo de morir en el camino y que cuando regrese a su hogar no lo haga con el miedo de haber perdido un ser querido en el último bombardeo, que cuando ese niño escuche algo así deje de pensar, con tanto escepticismo como sentido de la realidad, que son sólo los deseos fantasiosos de gobernantes lejanos e indolentes. Si hay realidades modificables deben ser esas. Cargar la suerte o no, ya pierde toda relevancia.

Por cierto, y a pesar de todo, la fiesta la debemos seguir defendiendo y lo haremos. Con esto aprovecho de concluir estas líneas haciendo votos porque dos de aquellos grandes bastiones de la afición, representantes de las entelequias soñadoras de los recalcitrantes, regresen a la vanguardia de la lucha por la integridad. El Chofre y Betialai, Toni y Miguel, comencemos el año volviendo a hablar de toros, que nos hace mucha falta a todos.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Todavía no, por Dios


Aquel consabido “¡No vuelvo más!” que todo aficionado ha proferido bastante más de una vez a la salida de la plaza, cuando lo que había presenciado no era aquello por lo cual había pagado, y que se repetía con toda la sinceridad que daba el calentón pero sin dejar de abrir una compuerta a la esperanza que nos iba a tener sentados en el tendido al día siguiente, ahora ha adquirido un tinte más serio, y sin temor a exagerar, dramático.

Dos de las páginas de referencia de los aficionados, El Chofre y el Blog de Betialai, han manifestado su decisión de cerrar, después de haber cumplido una labor imprescindible durante años al servicio de la afición, paliando toda clase de ataques e infamias, especialmente procedentes del taurineo y sus adláteres temerosos de que fuentes independientes e informadas, que dicen la verdad y denuncian la mentira, puedan estropearles el negocio y violar la impunidad con que los poderosos generalmente pretenden perpetrar sus trapisondas.

Ninguno de esos ataques, por infundados y barriobajeros que fueran, hicieron mella en la voluntad de estos dos aficionados como la copa de un pino, Juan Antonio Hernández y Miguel Machimbarrena, de seguir adelante durante años en la consecuente campaña en favor de la fiesta, de su integridad y de su pureza. El que ahora hayan decidido abandonar la lucha tiene que tener otras connotaciones que van más allá que la polémica con mercaderes o ignorantes. No conozco detalles, aunque los presumo, y no me pronunciaré sobre las posibles motivaciones. Cabe mencionar que, desde que tomé conocimiento de la decisión de poner fin a las actividades por parte de ambos portales no he tenido contacto directo con sus responsables y, obviamente dadas las circunstancias, mis correos no han sido todavía respondidos en el momento de escribir estas líneas, por lo que actúo solamente por presunciones y por el egoísta deseo de que no nos dejen solos.

Los aficionados necesitamos todo lo que Toni y Betialai representan y no tenerlo significará un vacío que nadie está en condiciones de cubrir. Por esa razón, pasando por alto toda cortesía, tacto o buen gusto, vuelvo a insistir, como el elefante en la cacharrería, en lo que ya he manifestado en el blog de Beti y por diversos correos: no nos hagáis esto. Entendiendo perfectamente las motivaciones porque todos hemos estado a punto de mandar a la mierda muchas cosas en nuestra vida, pero, de todos modos he de cometer la desvergüenza e ingratitud de recordaros que vuestro trabajo no es solamente vuestro sino que es un referente, de los poquísimos que quedan, en el que nos afirmamos tantos que queremos salvar esta bendita afición.

Sé que es difícil hacerse a la idea de seguir enfrentando las broncas, especialmente cuando proviene de sectores con los que existe o debiera existir una mayor afinidad; sé que hay enemigos a los que resulta muy fácil dejarlos en el pozo séptico al que pertenecen y del que nunca debieron salir, así como difícil es acostumbrarse a la incomprensión de quienes comparten nuestra trinchera; sé que alguna vez ese “¡No vuelvo más!” dejará de ser un exabrupto y se transformará en una realidad ineludible, pero a pesar de todo eso quiero creer que ese momento todavía no ha llegado. Todavía no, por Dios.

lunes, 22 de septiembre de 2008

El tonto de Barcelona


Las variantes y derivaciones de los comportamientos de los toros son afortunadamente numerosas, lo que propicia que los aficionados, por una parte, puedan ponerse de acuerdo, en líneas generales, quitando y poniendo elementos hasta llegar a una descripción relativamente rigurosa de lo que ven o, por otra, a que no lleguen jamás a entenderse. Entre las variantes más reconocibles y cada vez más frecuentes en las plazas españolas de nuestros días se encuentra una que no era tan recurrente hasta hace algunos años atrás: el tonto.

El tonto es el toro que va y viene, es el toro que “sirve”, el toro que cree que su obligación no es pegar cornadas sino colaborar con las figuras. Algunos de ellos desarrollan motor y embisten durante largos minutos sin tirar un mal derrote a pesar de todos los errores que se cometan con él, a pesar de los cites fuera de cacho, los enganchones y las dudas. A un toro encastado ese tipo de faena le sienta fatal y suele protestar poniendo en serios aprietos al torero, pero claro, ahí está la diferencia fundamental. El toro encastado aprende y el tonto no se entera.

Esa característica inestimable de docilidad para aquellos diestros que quieren ejercer su profesión sin sobresaltos y para aquel público que gusta de divertirse en línea recta, es la que los alquimistas del encaste bodeguero han venido buscando y consiguiendo desde hace años hasta llegar al toro llamado “artista”. Lo malo es que, si bien en un principio movía a dudas el comportamiento de un toro de nobleza ovejuna, que no reaccionaba aunque el diestro fuera un inepto y que llegaba a la muerte sin dominar pero sin establecer tampoco reivindicación alguna de dominio, ahora esa opción de la entente cordial entre toro y torero es la exigida y aclamada.

Había una broma que solía lanzar el público de boxeo en Sudamérica cuando el combate estaba aburriendo a las ovejas y los púgiles no parecían ni deseosos ni capacitados para mejorar la situación. Nunca faltaba alguno que gritaba desde el gallinero: “¡Arreglaos por las buenas!” Sin duda era un recurso irónico para manifestar la protesta por una labor no cumplida en el cuadrilátero. Ahora, en los toros, el público en general parece estar deseando que se dé una circunstancia así, donde no haya combate, donde no haya que manifestar supremacía alguna, donde salga un tonto que vaya y venga, aunque sea sólo por un pitón, que ya se encargará el diestro de evitar el otro, para poder dar rienda suelta a su entusiasmo.

El tonto, que entre los menos iniciados propiciaba la confusión entre bravura y recorrido, nobleza y bobaliconería, era una excepción ingrata en medio de una cabaña brava que ofrecía todavía numerosas variantes, incluso hasta positivas, pero con el paso del tiempo los taurinos han conseguido dar carta de ciudadanía al fenómeno y ahora han culminado indultando un tonto en Barcelona.

No, no hablaré de José Tomás, ni para bien ni para mal. Solamente me interesa aclararme sobre los parámetros que se van a empezar a usar desde ahora en las plazas de primera para calificar el comportamiento de un toro de indulto. Como comparación convendría mencionar a Belador, el famoso Victorino que se indultó en Madrid. El toro soportó con bravura una suerte de varas en regla, y después de habérsele perdonado la vida estuvo dos horas en el ruedo, pidiendo guerra, porque no había manera de meterlo a los corrales, incluso después que Ortega Cano casi lo matara de verdad, cuando clavó la banderilla con que simuló la suerte suprema por uno de los boquetes que había dejado el picador y estuvo a punto de hundirse como un estoque.

En Barcelona no solamente se simuló la suerte de matar sino también la suerte de varas, y el toro se fue de vuelta, camino a la dehesa, a paso cansino y sin que hiciera falta más que el torero con su muleta para meterlo dócilmente a los chiqueros. Yo, como la mayoría, porque la plaza de Barcelona tiene el aforo que tiene y no más, opino por lo que he visto en los vídeos de internet (a pesar de lo cual, insisto, no hablaré del torero) y por lo que comenta gente confiable que estuvo presente, y con esos antecedentes no me puede entrar en la cabeza que el toro haya sido un ejemplar excepcional, con condiciones de casta y bravura que lo hayan hecho acreedor del beneficio de padrear. Esperemos que la obnubilación que ha puesto patas arriba un ya menesteroso escalafón de matadores no nos lleve también a trastocar definitivamente los valores cuando se trata del ganado y así terminar con todos los elementos que han hecho de esta fiesta un arte de bravura y de valor. Confiemos en que el tonto de Barcelona sea la excepción.

jueves, 31 de julio de 2008

El Autocar


El autobús ya se ha transformado en un símbolo reconocido para determinar la cada vez menor cantidad de aficionados que van quedando en esta bendita fiesta de los toros. A eso se añade el que dentro del propio vehículo la gente ya va sentada en espacios diferentes y, yendo contra toda lógica que establece que si somos tan rematadamente pocos, por lo menos deberíamos unirnos, se dedica a entablar luchas intestinas que podrán tener un sentido puntual pero que en ningún caso debiera significar una división de lo que tanto nos ha costado reunir. El fenómeno no es nuevo ni, en principio, demasiado grave, salvo en caso de enfrentar un momento de crisis, de amenaza externa o de descomposición interna del espectáculo.

Temo, sin embargo, que el momento sí ha llegado, y que de lo que se trata es de unirse para salvar lo poco que nos va quedando, iniciativa que ha tenido un excelente impulso en la presentación del Manifiesto y su posterior ratificación, aunque en este caso haya serias diferencias de opinión respecto al trato que se le da a la suerte de varas. Pero esas son cosas debatibles y no dudo que se seguirán conversando.

Ahora bien, saliéndonos del caso del autobús estamos empezando a sufrir la influencia de otro medio de locomoción que siempre ha formado parte del bestiario del toreo moderno (por ser coche a motor) pero que está adquiriendo dimensiones desproporcionadas e influencias descabelladas en el transcurrir del espectáculo taurino, desvirtuando su sentido y convirtiendo en circo lo que fue siempre la fiesta del arte y del valor. Nos referimos al famoso autocar.

Rara vez un torero de provincia, especialmente si es un novillero, llega a Madrid sin venir acompañado de un grupo de incondicionales premunidos de albos pañuelos, suculentas meriendas y toda la alegría del mundo, con la sana intención de alentar a su protegido. Nada que objetar. Hasta que la empresa obligó a quitar los carteles y las pancartas de las barandillas de la barrera, éstas no solamente se engalanaban con los capotes de paseo de los toreros sino con los llamados más variopintos de las diversas peñas y asociaciones que querían homenajearse a sí mismas o a los toreros de sus preferencias, actuaran o no, y eso es afición, respetable y entrañable, pura y dura.

Pues bien, además de esas tradicionales imágenes, en medio de la mayor diversidad de peñas, aparecían flores de un día en las que un grupo de incondicionales de Nosecuantos de la Sierra llegaba con su cartelito, “Aúpa Checho”, a los tendidos altos de sol, y acompañaba la actuación de su ídolo con los jaleos más extemporáneos, movidos por el aprecio por el actuante, por una parte, y por otra, porque en los pueblos la fiesta es triunfo, es éxito, es diversión, haya o no toro, haya o no toreo.

Nadie puede criticar una actitud tan candorosa como frívola mientras no pase de ser una anécdota entre las muchas que se viven diariamente en una plaza de toros. El problema se produce cuando los de autocar toman a su cargo el espectáculo y pretenden imponer en plazas ajenas –y de primera categoría, para más inri- los parámetros a los que responden en sus propias plazas, y además, imponerlos por la fuerza bruta. Allí la simpatía se pierde por completo y, además de juzgar la actuación del torero con las habituales exigencias cualitativas que corresponden en la primera plaza del mundo –estoy hablando, obviamente de Madrid- todo exabrupto de ignorantes descontrolados y fanáticos debe ser repudiado y reprimido con todo el peso de la autoridad.

No suele ocurrir, pero en Madrid se dio el caso durante la final del concurso de novilleros. La policía se hizo presente, según cuenta un aficionado del tendido siete, para expulsar a un sujeto que quería ahogar las protestas de un aficionado a golpes, incluso cuando éstas no se referían directamente al chico que estaba actuando sino a la organización misma del evento. Como es obvio que el desenlace del incidente fue el correcto, no ha sido mencionado en ningún medio de comunicación. Los únicos que se han mojado han sido, como siempre, los blogs de aficionados y, obviamente, ninguno, sin excepción, ha hecho causa común con el mamporrero del autocar, sino que han justificado el que el agresor haya sido expulsado del tendido.

A decir verdad, todavía no parece un incidente grave si no fuera por el hecho que se produjo en el corazón del tendido siete. Es decir, la empresa está infiltrando autocares en el único sitio (salvo honrosísimas excepciones) que todavía vela por la pureza y la integridad de la fiesta. Le han abierto la compuerta a los ignorantes provocadores, cuya misión fundamental en la plaza parece consistir en abuchear las protestas aunque no entiendan un comino de lo que está ocurriendo en el ruedo. Y eso sí puede llegar a ser grave porque, si bien esta vez la autoridad ha aplicado el cedazo adecuado, con la mala prensa y el mal nombre que tiene el tendido de los aficionados de Madrid, es perfectamente posible que en el futuro los pasajeros de los autocares tomen como deporte el armar follón en el siete, y ya sabemos a quiénes echarán la culpa los enemigos de la afición.

No se trata de ser agorero ni ver fantasmas donde no los hay, pero este año servidor ha tenido la suerte de ver la Feria de San Isidro desde el tendido siete, rodeado de caras amigas y de expertos aficionados que me ayudaron a pasar momentos gratísimos, viendo y aprendiendo de toros. Pues bien, todas las justas protestas de dichos aficionados eran objeto del rechazo de los tendidos aledaños, e incluso, por parte de vecinos de tendido con vocación más triunfalista. Esto mientras todavía se mantiene una proporción aceptable de buenos aficionados en el tendido. Como eso llegue a cambiar, ya no habrá quien salve la integridad del espectáculo, tan resueltamente defendida por los pocos pasajeros que le van quedando al autobús. Y ya hay demasiados interesados en que eso ocurra.

sábado, 28 de junio de 2008

La Afición Conspicua

Desde que se tiene memoria, la afición de Madrid ha sido objeto de ataques del oficialismo basados en un principio que se ha impuesto a pesar de su manifiesta ausencia de toda lógica: el que los aficionados quieren que los festejos fracasen. La “irónica” observación de aquel NO-DO de los años sesenta (“¿Por qué protestan algunos? ¿Porque llueve?”) o el desgraciado comentario deslizado en la transmisión por televisión de la corrida de Victorino de 1982, (“¡Qué mal rato estarán pasando los del pañuelo verde!”) dan una idea del espíritu que se les atribuía a quienes protestaban desde su tendido.

Y estamos hablando de gente que supuestamente entendía de toros, aunque algunos pudieran tener otros intereses que los llevaran a torcer levemente los hechos hacia su querencia. Pero el caso se da más palmariamente entre los espectadores que reaccionan a los sonidos y no a los conceptos, y para quienes las palmas de tango no son otra cosa que contaminación sonora porque no son capaces de reconocer el motivo de la protesta. Ellos han pagado su entrada y quieren tener su fiesta en paz, sin contratiempos que ni entienden, ni les interesan.

“El toreo es emoción, y mientras te emociones todo lo demás es secundario”, se escucha decir con cada vez más frecuencia. Dicho en román paladino, cualquiera puede acudir, aunque sea por primera vez en su vida, a una representación artística, y si se emociona, por las razones que sean, esto lo convierte en un experto capaz de rebatir cualquier opinión disidente y, si están en mayoría, expulsar a quienes llevan años viendo y estudiando determinado arte y tienen fundadas razones para no dejar que la supuesta emoción reemplace el respeto por los rudimentos.

Ese respeto por las normas básicas de la tauromaquia, que la afición intenta defender con ardor, incluso ahora donde la proporción de desconocedores opinantes ha aumentado peligrosamente y hay muchas cosas elementales que se han perdido por ley, se ha transformado para los espectadores emocionables en una serie de tópicos con los que se pretende exigir la “tauromaquia perfecta”, agregando, con paternalismo, que esa no existe. No creo necesario que nos detengamos a establecer la distancia entre los mínimos que se exigen, lo poco que se ven en el ruedo y lo que sería la tauromaquia perfecta, pero convendría aclarar que lo que los emocionables llaman tópicos no son otra cosa que los rudimentos de aplicación obligatoria en cualquier arte.

En música, la afinación no es un tópico; en pintura, la perspectiva no es un tópico; en literatura, la ortografía no es un tópico. Son los elementos básicos con los que se empieza a trabajar aunque pueda haber variantes y transgresiones –voluntarias y conscientes, por cierto- que hagan del arte algo nuevo e interesante. Ignorarlos es un error y quien sepa que lo es, tiene la facultad y la obligación de hacerlo presente.

En tauromaquia, un toro íntegro, con casta, trapío y en puntas, no es un tópico. Torear con la panza de la muleta, cargar la suerte, no meter el pico, dar la distancia y los terrenos adecuados, entender a los toros, no aliviarse, mentir, ni zapatillear, no son tópicos, son exigencias básicas. Hay quienes se emocionan con el destoreo y piensan que eso es suficiente para darle legitimidad. No lo es, y los aficionados lo saben. Eso es lo que tanto les molesta a quienes quieren amortizar los, a veces, desorbitados precios de sus localidades.

Actualmente las cosas se han trastrocado hasta darle interpretaciones casi surrealistas. Durante una de las presentaciones de El Cid en la pasada Feria de San Isidro, el torero pretendió culminar una meritoria tanda con un pase de pecho citando exageradamente fuera de cacho, porque no había mandado lo suficiente para dejar al toro en la posición adecuada para ligar. La afición se lo reprochó. El Cid miró al tendido 7, asintió, se cruzó y dio un pase de pecho monumental que fue celebrado de pie por toda la plaza, especialmente los reprochadores. La interpretación de algún “comentarista” emocionable: “¡Jódete 7!”.

Es difícil encontrarle alguna lógica a dicha interpretación, pero si nos vamos por el camino de lo estrafalario esa es la solución. Que los toreros salgan al ruedo a joder al 7 y hagan las cosas como mandan los cánones, a toros íntegros. De esa forma los energúmenos que buscan solamente fracasos saldrán con la cola entre las piernas y la tauromaquia habrá recuperado sus valores originales. Pero, claro, no es eso. El siete quiere ver toros y toreros que los toreen, y cuando aparecen se vuelve de miel. Son los mediocres, los triunfalistas o los sinvergüenzas los que se quejan de la “dureza” de los entendidos.

El grave problema actual, entre otros, es que la proporción de aficionados entendidos y la de los desconocedores emocionables ha cambiado de forma brutal, no tanto en lo que se refiere a números, porque siempre la afición conspicua fue una minoría, sino en la actitud contestataria de analfabetismo militante, alimentada y promovida por la prensa oficialista que ha encontrado en aquellos cándidos pero irresponsables adversarios de todo lo que salga del tendido 7, la masa de ingenuos útiles que les ayude a proteger su negocio.

El recientemente fallecido periodista taurino Rafael Campos de España, señalaba en una oportunidad, criticando la vehemencia con que el 7 reacciona ante lo que no le gusta, que, antiguamente, bastaba con que el Ronquillo se levantara y dijera que no con la mano para que una vuelta al ruedo ya no valiera. Era suficiente sin tener que desgañitarse para denunciar el fraude. Claro. Es verdad. Entonces los restantes 23.950 espectadores no estaban lanzando claveles, pidiendo orejas, ni mentándole la madre, como ahora, a los cuatro que quedan, que todavía exigen el toreo en su plenitud y no la farsa que vemos actualmente. Así cualquiera.

sábado, 7 de junio de 2008

De vuelta

De vuelta de Madrid he dejado pasar algunos días antes de intentar poner en orden lo visto, lo no visto y lo que posiblemente no volveré a ver. Para comenzar debo confesar que solamente asistí a ese peculiar San Isidro, emparedado, como la mortadela del bocadillo, entre dos ferias difícilmente encasillables: la de la Comunidad (¿de quién es San Isidro entonces?) y la críptica Feria de Aniversario, que por su tozudo empeño de celebrarse todo los años debería llamarse Del Cumpleaños, a pesar que no he conseguido encontrar ningún aficionado que fuera capaz de decirme el nombre del festejado. Debo reconocer que, además de la falta de tiempo, fue la falta de interés la que me llevó a saltarme los apéndices del serial principal.

Sin pretender que este escrito se transforme en un cuaderno de viaje, ya que tomaría varias resmas el relatar todas las cosas vividas y todavía no les podría hacer justicia, quisiera mencionar que mi principal satisfacción provino de haberme reencontrado con grandes amigos y amigas, excelentes aficionados y personas honestas que hicieron enormemente placentera mi estadía en la capital del reino. Nombrarlos a todos y a todas sería de nunca acabar, y mencionar sólo a algunos o algunas sería injusto, de modo que lo dejo aquí y traslado a todos mi gratitud por regalarme momentos tan gratos.

Después de las ferias anteriores, las esperanzas de encontrarme con la gran sorpresa de una corrida completa bien aprovechada por los de luces, se encontraban bastante difuminadas, a pesar de mi terca tendencia a la esperanza. Quiero mencionar, sin embargo, que antes de comenzar la feria tuve un impagable encuentro con el arte, aunque no en la plaza, al asistir a la estupenda exposición fotográfica de Juan Pelegrín, lo que me resarció de la falta de estética de tantos festejos del largo serial, y me permitió un primer encuentro con gente entrañable.

Lo que vino después, es lo que temía. Hemos visto la fiesta del presente y me temo que del futuro, porque, tal como están las cosas, parece que el proceso es irreversible. Y lo digo especialmente porque lo que se ha pretendido hacer, con la mejor de las intenciones, a través de publicar un apéndice del Manifiesto de los Aficionados referido a la suerte de varas, se ha convertido, sin querer, en un aval de lo que hemos visto. Desde luego que ninguno de los estupendos aficionados que participó en la ardua redacción del documento final, que conoció varios borradores, puestos a discusión entre las partes involucradas, hasta llegar a su forma definitiva, se da por satisfecho con aquella farsa indigna en que se ha transformado el primer tercio, pero, desgraciadamente, el demonio está en el detalle.

Lo que vimos en Madrid, la primera plaza del mundo, fue un tercio consistente en dos puyazos (es un decir) como norma para todos los toros. De esa forma no se mide la bravura ni se hace necesario para el ganadero criar y seleccionar toros que aguanten una suerte de varas en regla. El anexo del Manifiesto no toca ese problema como no sea para recomendar que, a pesar de estar legislado el mínimo de dos puyazos, se deba aumentar el número de varas para conseguir premios como orejas, vueltas al ruedo y la elección de la mejor corrida o el mejor toro.

Todos sabemos que los profesionales del toreo, vulgo “taurinos”, tienen la tendencia a elegir de la ley aquello que los beneficia y omitir lo que no les gusta a través de ignorarlo y violarlo consistentemente hasta que se transforma en una ley natural, para después integrarlo al borrador del siguiente Reglamento. Ha ocurrido con numerosas cosas, desde la espada de madera hasta el caballo con los dos ojos tapados, pasando por algunos usos más antiguos como la prohibición de los subalternos de torear a dos manos, como no fuera por orden del matador. Creer que se va a respetar algo que ni siquiera está establecido como regla es caer en una ingenuidad ni siquiera explicable por la candorosa condición de aficionado a los toros.

Desde luego, las disquisiciones anteriores nos podrían llevar a concluir que, así como se han puesto por montera las tradiciones y la lógica de la tauromaquia, es perfectamente posible que los profesionales del toreo se pasen por el arco del triunfo todas las propuestas promovidas por un grupo de aficionados independientes que no tienen ningún interés comercial en la fiesta. Pero eso había que pensarlo antes de publicar un Manifiesto.

Todos somos conscientes de que la fiesta necesita una rectificación profunda si quiere alcanzar la dignidad y la fuerza de siempre y eso ha llevado a los redactores del documento y a quienes lo apoyamos, a levantar la voz en defensa de valores imprescindibles. Pero un manifiesto no es una rogativa, es una exigencia destinada a conseguir lo que nos niegan. No podemos exigir a través de amoldarnos a las posibles concesiones porque no estamos negociando sino demandando. El manifiesto más célebre, quizás, de la historia contemporánea establecía que los proletarios del mundo debían unirse y que lo único que tenían que perder eran sus cadenas. No decía que las cadenas debían ser más ligeras o más largas para permitir más libertad de movimientos. No se trataba de adecuarlas, se trataba de perderlas.

Si con nuestras exigencias pretendemos buscar el camino del medio para no ser demasiado exigentes y conseguir más a nuestro favor, no debiéramos molestarnos porque ese es el camino en que nos encontramos actualmente, y es el camino de los taurinos. Si no se recupera el tercer puyazo por ley no habrá suerte de varas y da igual los premios, la puya o el tamaño del encordelado. Nos habrán terminado de escamotear nuestra fiesta irremediablemente para reemplazarla con lo que vimos en San Isidro 2008.

Dicho todo esto, hay que reconocer que la mayoría de los postulados del documento sobre la suerte de varas son verdades imprescindibles que describen con total claridad las carencias actuales y formulan las mejores soluciones. Pero no basta. Sin las tres varas, no basta. A pesar de todo, y desde el fondo de mi corazón testarudo, vaya mi apoyo irrestricto al Manifiesto original y mi reconocimiento y admiración a quienes, insisto, con toda buena intención del mundo, se han metido en el trabajo tan agotador como infecundo de buscar un parche para una fiesta que requiere cirugía mayor. Ojalá que el inestimable impulso perdure y nos lleve a propuestas más radicales, teniendo que reconocer, con tristeza, que “radical” se considera actualmente a cualquier esfuerzo por salvar la fiesta devolviéndole los valores esenciales que siempre tuvo.

viernes, 18 de abril de 2008

El Manifiesto y la suerte de varas


A punto está de ratificarse el Manifiesto por una Fiesta Íntegra, Auténtica y Justa, y ha llegado el momento de confirmar nuestro compromiso con dicho documento. Seguimos, después de un año, suscribiendo todas las ponencias que lo originaron y nos reafirmamos en nuestra convicción de que nada tiene importancia si no hay toro. Ahora, sin embargo, ha surgido un elemento complementario a dicha ratificación que nos enfrenta a algunos problemas que sería del caso analizar someramente, aunque temo que no es demasiada profundidad la que se necesita para cuestionarlo. Me refiero al apéndice relativo a la suerte de varas.

Desde luego que, para cualquier aficionado, la mención de que la suerte de varas se ha desvirtuado y se ha convertido en un simulacro indigno no puede sino despertar un total acuerdo. Todos sabemos que el primer tercio de la lidia es actualmente un trámite, sin arte ni lógica, que más de algún profesional quiere dejar tras de sí cuanto antes para dar paso a lo que, por lo visto, es lo único que actualmente vale que es la interminable faena de muleta. Por eso es perfectamente explicable que sigan surgiendo voces que claman por la modificación de la suerte para volver a recuperar uno de los valores más importantes y una de las mayores bellezas de la tauromaquia.

Para ello, sin embargo, habría que buscar los orígenes del problema con algo más de rigor, y mucho me temo que la redacción del apéndice se ha quedado más en el pragmatismo que en la búsqueda de la auténtica solución. Ya el prefacio a las medidas propuestas trae la primera zancadilla.

“...la suerte de varas, tal como se realiza en la actualidad, ha degenerado en un auténtico despropósito en el que la desidia de los profesionales y la vulneración del reglamento, con el consentimiento de la autoridad, se han convertido en una triste rutina y, más que para ahormar, se utiliza para destruir, en caso de los escasos toros con poder que saltan al ruedo, o se convierte en un simulacro, como es habitual que ocurra ante la falta de poder de la mayoría de los toros.”

Leyéndolo, parece perfectamente razonable si no fuera porque se desliza la mención a la vulneración del Reglamento. Todo lo demás es cierto, incluyendo la falta de poder de la mayoría de los toros, y aquí es donde llegamos al quid del asunto. El Reglamento actual, fue concebido como una forma más, de las muchas que hemos sufrido en las últimas décadas, para amoldar la ley a las carencias de los toros, en lugar de exigir que los toros respondan a su condición de animales de lidia. Mientras no haya toros de lidia en el ruedo, cualquier intento de modificación de la suerte de varas no será sino una teoría tendente a poner la carreta delante de los bueyes.

La única manera de que la suerte de varas recupere su sentido es modificando el Reglamento, no cumpliendo el actual. Hay que exigir la vuelta a los tres puyazos o, al menos, a las tres entradas al caballo en las plazas de primera y para ello hay que mejorar la selección y crianza de la cabaña brava actual. Con los toros que se informa que han salido en Sevilla, obviamente, es imposible, pero la solución para superar esa vergüenza no es eliminar puyazos y bajar el listón de aceptación de la Autoridad confiando en las tragaderas de la afición, sino comprar otros toros, de otros ganaderos, y contratar a los toreros que puedan con ellos.

Ciertamente a quienes decimos que hay que comenzar a devolver los toros, como siempre ocurrió en Madrid, por ejemplo, que no soporten las tres varas, nos dirán que de este modo vamos a acabar con la fiesta, cuando lo que realmente está acabando con la fiesta es esto; es el ir recortando las piernas del pantalón para emparejarlas hasta que nos quedemos en paños menores. El seguir reduciendo las exigencias de los toros para darle el gusto a los toreros culminará en la eliminación del primer tercio y por ende, de una de las suertes, quizás la que más, que da auténtico sentido a la fiesta del arte y del valor.

Desde muchos sitios surgen voces, muchas de ellas muy cualificadas, que proponen diferentes variaciones tanto en la suerte como en la conformación de los útiles para ejecutarla y, desgraciadamente, todas tienden a facilitar la presencia en el ruedo de toros que no son de lidia. Los insistentes llamados a la reducción del tamaño de la puya, así como a que se pique solamente con la pirámide, para lo cual la única fórmula, si llegara a saltar al ruedo casualmente un auténtico toro de lidia, sería colocar la cruceta delante del encordelado, o la vara no estaría cumpliendo con su función tradicional de “detener”, son variantes para continuar con la claudicación a la que los aficionados nos hemos visto forzados.

Todas las demás sugerencias de la propuesta relativas a los premios son sensatas pero no son otra cosa que un esparadrapo cuando lo que se necesita es cirugía mayor. De esta situación solamente se puede salir volviendo a las reglas que se usaban cuando había toros en el ruedo, y respetándolas. Pero para eso, obviamente, es imperativo que haya toros en el ruedo y en eso se deben centrar nuestros esfuerzos. Nada tiene importancia si no hay toro. Ni siquiera una suerte de varas “en regla”.

domingo, 10 de febrero de 2008

Toros contra toros


Al iniciar estas humildes reflexiones, vaya por delante una declaración de principios. El día en que a la afición se le exija resignarse a aceptar al toro sin casta como un infortunio inevitable para la preservación de la fiesta actual, será el día en que este modesto aficionado dedicará su tiempo, su interés y sus penosamente ganados cuartos a actividades que le reporten alegrías, momentos gratos y emociones artísticas auténticas.

Ya sé que nos estamos repitiendo y que nos estamos ganando la fama de majaderos y de monotemáticos, pero en nuestra defensa tendremos que decir que no hacemos sino reaccionar a la machacona pertinacia de los indocumentados que pretenden justificar su ignorancia creando máximas que contradicen toda la lógica que pudo tener la tauromaquia, en lugar de sujetarse a las reglas de siempre, que posiblemente desconocen o prefieren no conocer.

Y es que, efectivamente, los principios de la tauromaquia eterna son porfiadamente incómodos y quien quiera seguirlos y respetarlos tiene que resignarse a ver la fiesta con mirada crítica y analítica en lugar de seguir el camino más fácil y divertido de pasar por alto principios en aras de amortizar alegremente el precio de la entrada. Obviamente la tauromaquia es una afición y las aficiones tienen el propósito primordial de divertirse, pero cualquier aficionado serio, o el amante de cualquier arte, comprenderá que si ha elegido una especialidad se supone que es para gozar de ella sobre la base de los principios que la componen. Si bien el tema es recurrente y hasta repetitivo, mucho más lo son los ejemplos con los que se suele demostrar la estolidez de pretender cambiar un arte para adecuarlo a la propia ignorancia.

La mitología popular, exacerbada interesadamente por los profesionales del toreo y sus representantes de la prensa, ha venido esparciendo especies que a estas alturas están desembocando en la creencia general de que existen diferentes tipos de corridas de toros, algunas de las cuales pueden prescindir del toro. El “medio toro” ha existido siempre y las figuras incompetentes y manipuladoras también, pero, de una forma u otra, ya sea por el mayor interés y los conocimientos algo más escrupulosos del público de antaño o por la acción de críticos de prestigio y conocimientos capaces de crear conciencia entre los menos entendidos, todas esa formas de fraude eran tomadas como lo que eran; una variante de la tauromaquia tradicional, pero indefendible.

Actualmente la, indiscutiblemente, precaria situación en que se encuentra la cabaña brava, ha llevado a ciertos sectores del público a tomar partido del lado de quienes han conducido a la fiesta a la crisis ganadera en la que se encuentra, a través de establecer la mañosa división de los toros que “sirven para dar espectáculo” y los zambombos pregonaos, que atribuyen del gusto de la afición, que salen al ruedo a pegar derrotes y que resultan imposible de torear según los cánones al uso. Convendría señalar en este punto que los toros del triunfo se definen por su bondad, nobleza, recorrido, por no tener volúmenes exagerados y por ser cómodos de cabeza. Es decir el sueño de todo torero.

¿Qué podrá tener de malo eso?, se preguntará uno. Bueno, un pequeño detalle: la ausencia del elemento que fundamenta y da sentido a la fiesta de toros, que es la demostración de supremacía del hombre frente a la fiera. Para conseguirla hace falta tener al frente un enemigo y no un colaborador. Para que el hombre salga vencedor en el combate, el enemigo debe tener casta, si es posible bravura y, sí señores, peligro. Sigo repitiéndome pero nada me puede sacar de mi convicción de que, sin emoción, la corrida no es más que el sacrificio de una res por un matarife de luces.

La tauromaquia, después de una época marcada por los tonos grises, ha llegado a una situación de blanco y negro. No hay términos medios. Se trata de toretes indecorosos que permitan el triunfo de los ídolos de moda, o de gayumbadas infumables que impidan cualquier diversión. El que se queje por la falta de bravura, de casta, de fiereza o de las condiciones físicas mínimas para cumplir en varas, ése es el que exige seis marmolillos de dimensiones acromegálicas y pitones elefantiásicos. ¿Cómo decía uno de los tópicos más socorridos? ¿Grande, ande o no ande? Los aficionados nos hemos transformado en los reventadores del placer de la masa a través de urgir la presencia de toros que, todos sabemos de antemano, no van a “ayudar”.

Victorino, Dolores Aguirre, Hernández Plá, Monteviejo, todo lo que tenga que ver con Vega Villar, se han transformado en el referente de los aficionados toreristas para demostrar que la fiesta de la casta y la bravura está destinada al fracaso. Más allá del hecho de que las ganaderías mencionadas estén en buen momento o no, que muchas no lo están, el rechazo al constante clamor de los aficionados por recuperar las características de lidia de los toros se confunden frecuentemente con la pobre situación en la que, lamentablemente, se debaten ganaderías que, en su mayoría, han rechazado la tentación de sucumbir ante el mercantilismo y se han aferrado a sus principios éticos, los que muchas veces los han obligado a enviar al matadero lo que nadie quiere y a dar por fracasos corridas que se perdieron en manos de inútiles que no supieron por dónde meterles mano a una corrida encastada.

Ante esa realidad artificiosa la alternativa parece ser la que debemos enfrentar día a día por esas plazas de Dios. Toros que no aguantan ni dos puyazos bien dados (y estoy siendo muy generoso), con cornamentas cuidadas para no ocasionar demasiada inquietud, capaces de ir y venir tras el pico de la muleta por diez minutos seguidos, si no se les fuerza demasiado, que llevan las orejas en la boca mientras se les someta al destoreo tradicional, porque como se les baje la mano y se les cargue la suerte no duran ni un momento sobre sus cuatro patas, y que producen la paz interior de los toritos inválidos que mencionaba Joaquín Vidal en una de sus inolvidables crónicas. Y se supone que ese tipo de ganado es el único adecuado para “hacer el toreo”, es el que los artistas necesitan para recrearnos con sus figuras afrodisíacas y postura mágicas.

Habiendo mencionado al maestro Joaquín Vidal, se me viene a la memoria un fragmento de la crónica de un otoño de Madrid:

Jamás el toreo, en las décadas últimas que se recuerdan, alcanzó la grandeza a donde lo llevó Rafael de Paula con su faena de muleta al toro-torazo, cornalón y astifino, que salió, sobrero, en cuarto lugar.

Toro-torazo, cornalón y astifino. Es decir, el toro proscrito, el que no ayuda, aquel al que es imposible hacerle el toreo porque el arte, el arte actual, es otra cosa. Pues bien, si esa otra cosa saca carta de ciudadanía y se transforma en la única opción, me reitero en lo que decía arriba. Este servidor de usted se dedica a leer, a escuchar música y a mirar fútbol, pero la “reventa legal” ya puede ir poniendo mi abono a la disposición de aquellos que estén en condiciones de apreciar un espectáculo que yo ya no comprendo.

viernes, 25 de enero de 2008

Miguel Machimbarrena, Betialai


Miguel Machimbarrena, Betialai, hombre culto, decente, respetuoso de la verdad, implacable verdugo de la mentira, de la bajeza y de la deshonestidad. Resulta tan superfluo como poco original referirse así a una persona cuyos valores, éstos y muchos más, son ampliamente reconocidos por quienes lo conocen y hasta entre sus detractores. Esto es, aquellos detractores que todavía conservan una brizna de dignidad y mantienen sus objeciones en el terreno de lo objetivo. Los hay, sin embargo, que, ayunos de argumentos, y ante la desesperación de ver que sus peregrinas concepciones del toreo y su integridad, se enfrentan contra una barrera de hechos incontrovertibles que solamente pueden ser sorteados a través de la obstinación fanática de los que no ven lo que no quieren ver, se ven forzados a echar mano a otros recursos con los que, al parecer, se sienten más a gusto.

A los que llevamos algunos años viendo toros se nos presenta con pertinaz regularidad un fenómeno que, normalmente, tomamos como un accidente más de nuestra afición. Se trata de aquel grupo de espectadores que han llegado a la plaza por las razones equivocadas, y cuyo afán de divertirse a toda costa hace que pasen por alto los principios elementales del espectáculo por el que han pagado. Antes que llegara esta “globalización” de la afición, propiciada por la informática, dichos accidentes se reducían a un mal rato en el tendido o a una sonrisa sarcástica ante una palmaria manifestación de audaz ignorancia.

Ahora que todo el mundo participa en foros, bitácoras y hasta mantiene algunas para ensalzar sus insostenibles ponencias, el mal rato con el vecino en el tendido, muchas veces atenuado por la presencia de algún que otro aficionado que coincide con uno, o el cabreo por la concesión de orejas indefendibles, de toros indecorosos a toreros desvergonzados, han sido reemplazados por una lucha constante contra el oscurantismo, manifestado cada vez con menos pudor, y muchas veces en manada, por quienes quieren cambiar la tauromaquia por ese espectáculo ilógico y soez que padecemos con demasiada frecuencia en la actualidad.

Ante esa avalancha de barbarie, los aficionados tenemos el lujo de contar con la existencia de gente como Miguel Machimbarrena, quien con toda la solidez de su estatura de aficionado y de hombre íntegro, planta cara a la estulticia con el encarnizamiento de quien se sabe luchando por lo que es de justicia y representando la voz, cada vez más atenuada, de los aficionados documentados. Una persona así es peligrosa para el detrito taurineante. Es alguien a quien no se puede vencer a través de la polémica. Es demasiado inteligente y sabe demasiado como para que se le pueda refutar.

No quiere decir esto que sus enemigos tengan conciencia de que sus defensas del “medio toro” y del “medio torero” que haga juego, no tenga cabida en un debate sobre tauromaquia. Todo lo contrario. Su condición de ignaros integrales los hace atribuir las lógicas refutaciones de sus ponencias a una actitud intransigente, biliosa y destructiva. Los argumentos, que cualquier aficionado medianamente instruido reconoce a simple vista, no son tomados en consideración porque los obstinados desconocedores carecen de la base elemental para su comprensión.

Debido a eso, teniendo en cuenta que, por la vía de proponer enormidades para impugnar ponencias enteramente razonables, y sobre las cuales los aficionados no transamos porque está en juego la subsistencia de la fiesta como la conocemos, no van a llegar demasiado lejos, echan mano a la siguiente fase de bajeza, compuesta por la difamación y el ataque personal. Da igual la desproporción de los falsedades, da igual que cada una de las calumnias pueda ser desmontada sin problema alguno a través de una mínima constatación de los hechos, lo importante es apartar el diálogo del terreno de la lógica y de la razón y trasladarlo al sumidero de la infamia y la ofensa tabernaria.

Betialai está demasiado por encima de esa inmundicia como para siquiera molestarse en tomarla en cuenta. Tampoco debiera ser necesario que quienes lo conocemos y queremos nos tuviéramos que dar el trabajo de reaccionar ante lo que, a todas luces, no son más que golpes bajos de ignorantes resentidos, pero la globalización ha hecho que la palabra escrita pueda ser interpretada y malinterpretada de distintas maneras por lectores inocentes que desconozcan el trasfondo de los hechos. Si el papel aguantaba mucho, el monitor aguanta todavía más, y conviene, de vez en cuando, salir al paso de las infamias para que no se vaya acumulando la fetidez hasta que nos acostumbremos al aroma.

Además, nunca está de más manifestar la solidaridad, el respeto y el cariño por un amigo entrañable. Un abrazo, Betialai.