lunes, 12 de noviembre de 2007

De revolucionarios y revulsivos


Sin intentar embarcarnos en una reseña histórica, ni siquiera somera, de una especialidad de tantas facetas y de tan difícil interpretación como el toreo, se podría afirmar que algunas de las variaciones cíclicas de la tauromaquia han estado marcadas por la llegada de revolucionarios que, ya sea modificando o adaptando antiguas técnicas, han hecho que la afición se fije, se asombre, se indigne, se polarice o por lo menos se disponga a disfrutar o sufrir, según sea el caso, la llegada de una nueva exégesis del arte del toreo. El ejemplo más a mano y más significativo de tauromaquia clásica, como hoy la conocemos, es la llegada, a quedarse quieto y a cambiar la dirección del viaje del toro, de Juan Belmonte. Los hay ilustrísimos anteriores pero ya hemos dicho que no se trata de hacer un análisis histórico sino un recuento superficial de algunas de las etapas que nos ha tocado vivir en las últimas décadas.

De ahí en adelante, aquellos considerados como revolucionarios fueron dejando legados cada vez más dudosos y ofreciendo explicaciones cada vez menos concluyentes de sus cualidades, pero su aporte contribuyó a llamar la atención de la fiesta en momentos de decaimiento o de crisis, aun cuando lo que dejaban en el ruedo poco tenía que ver con los cánones imprescindibles. Una revolución no solamente debe ser un quiebre de valores obsoletos sino una reconstrucción y un renacimiento basado en el respeto a la tradición. A pesar de todas las manifiestas carencias, los revolucionarios despertaron pasiones que incluso trascendían más allá de la propia afición y devenían en una verdadera fascinación. Nada que objetar. La fiesta de toros es un espectáculo de pasiones y mientras estas subsistan no debemos preocuparnos por su ocaso inmediato, en lo que se refiere a su mera permanencia.

La aparición de revolucionaros devolvió el público a las plazas y eso también es bueno. Es importante despertar la atención y luego ver cómo se canaliza, aunque para esto se necesitan condiciones que en los tiempos de los que hablamos existían más que en los actuales, ya que estaban marcados por los contrastes y las contrapartidas. Si bien Manolete trajo el toreo vertical y perpendicular, el afeitado descarado, el fraude del alivio que iba desde la selección de ganado menos ofensivo al uso fraudulento del estoque de mentiras, todas esas circunstancias todavía tenían un contrapeso en ganaderías no claudicantes, a pesar de su escasez de trapío, y en toreros capaces de enfrentarse a ellas.

El siguiente representante de un califato cada vez más devaluado hasta el punto de carecer ya de significación, llenó los cosos, llevando la deshonestidad por bandera (no lo digo en el terreno personal sino exclusivamente en el taurino), toreando becerros afeitados y apelando a todas las bajas pasiones para conseguir trofeos, entre ellas la de “dejarse matar”, lo que, como demostró Islero décadas antes, es posible hasta con un toro afeitado dos veces. Sin duda que requiere valor el salir al ruedo sin tener idea lo que va a ocurrir pero con el firme propósito de triunfar y dispuesto a inmolarse, en este caso por no tener otra opción mejor, aunque sea ante toros de menor fuste que los lidiados por otros compañeros de escalafón con más técnica pero con menos prensa y menos pasiones de masas.

Pero frente a la tauromaquia de la verticalidad, de la suerte descargada, del toreo hacia fuera y del abuso indiscriminado de animalillos indecorosos, había otra, no en el mismo cartel, claro está, que ofrecía los principios tradicionales del arte, y también tenía su público. Además, los tiempos contaban con críticos como Navalón, por nombrar a uno entre varios, que plantaron cara al fraude y contribuyeron a crear conciencia, entre quienes no estaban obnubilados, acerca del camino que estaba tomando la fiesta.

Ahora bien, la semilla de la verticalidad y del arrimón ya estaba sembrada y la recogió el siguiente revolucionario para movilizar huestes de apologetas que lo consagraban como el gran maestro de la torería contemporánea. Paco Ojeda llegó poniéndose en “el sitio donde no se ponía nadie” “acortando distancias” y “atropellando la razón”. El arte del maestro del arrimón se desvaneció en el mismo momento en que se cortó la coleta y su nombre quedó plasmado en poco más que en los aduladores escritos de plumarios interesados. Eso sí, la táctica de pararse donde el toro no le veía fue adoptada por algunos de sus colegas más jóvenes, los que utilizaron el truco con menos personalidad y menos poder que el titular de la causa y por ello su efecto fue menor. Además, la emulación solamente es positiva y justificable en la tauromaquia clásica, pero cuando se trata de trucos se transforma en simple imitación.

Paralelamente a esas corrientes renovadoras –las renovaciones no siempre tienen que ser positivas- la fiesta ha vivido apariciones y reapariciones de toreros que se han transformado en revulsivos que han hecho reverdecer esperanzas en un renacimiento de la tauromaquia tradicional, la de verdad. Cuando Antoñete volvió de Venezuela y salió al ruedo a dar distancia a los toros, a entender los terrenos, a parar, a templar y a mandar, el cielo de la afición se abrió y apareció un sol deslumbrante, a pesar que lo que hacía el maestro no era más que torear, simple y llanamente. La tan manida “difícil facilidad”.

La misma que mostró un torero bogotano innominado cuando llegó a Las Ventas haciendo el toreo y tuvieron que abrirle cuatro veces seguidas la puerta grande. No hizo más que torear. No anduvo a revolcones ni a gestas con ganado morucho; no tuvo la traca publicitaria, ni la atracción del morbo, ni las exaltaciones líricas de ignaros rapsodas. La mayoría de los espectadores no tenía muy claro lo que estaban viendo pero cuando el arte se produce en toda su pureza las explicaciones sobran. Solamente vuelven a ser necesarias cuando el toreo de la farsa es interpretado como la quintaesencia de la tauromaquia, que es lo que tememos que sea lo que ocurre actualmente.

Los golpes y las privaciones han hecho que los aficionados nos estamos poniendo modestos en nuestra lista para los reyes. No queremos mitos, ni revolucionarios, ni fenómenos. Queremos toreros. Toreros que toreen toros. Nada más.

1 comentario:

La condesa de Estraza dijo...

Sin palabras... no puedo estar más de acuerdo.