domingo, 11 de noviembre de 2007

Escuela de Picadores


Un excelente aficionado, frecuente colaborador de estas páginas (El Chofre) y gran conocedor de la suerte de varas ha lanzado la idea, apoyada por la Organización a la que pertenece, de fundar una Escuela de Picadores. La iniciativa tendría el objetivo de conseguir que experimentados toreros a caballo enseñen a los alevines los principios, la técnica y los objetivos de la suerte de varas. Además se propone establecer la obligatoriedad de aprobar determinados cursos para poder optar a obtener un permiso de trabajo como picador y así evitar la heterogeneidad actual que marca el escalafón de varilargueros. Con ello se intentaría superar una de las lacras más importantes que azotan a la Fiesta de Toros actual. Sinceramente nadie en su sano juicio podría estar en contra de idea tan razonable.

Sin embargo, la malhadada costumbre de los aficionados de buscarle las vueltas a las cosas me lleva a hacer de abogado del diablo y plantear mis molestas aunque bienintencionadas dudas.

En primer lugar, me gustaría afirmar que la culpa de la situación de la suerte de varas en la actualidad no la tienen los picadores. Ahí queda eso. Los picadores son subalternos al servicio de un matador y no pueden hacer nada que su jefe de fila no les permita u ordene. Es cierto que la falta de técnica o las deficiencias ecuestres pueden hacer que un picador no ejerza su trabajo con la brillantez y la efectividad deseadas, pero las escabechinas sanguinarias perpetradas tarde a tarde, y que son la parte más criticada por los aficionados, son perfectamente evitables si el matador no las condona o incluso las promueve. En ese caso el picador no es más que el mozo de azotes para los pecados de su jefe.

No quiero pasarme de suspicaz pero tengo toda la idea que la coartada esgrimida por los de luces para justificar las masacres del primer tercio ni siquiera proviene del picador sino del matador. Cuando se exige a un torero que llame la atención a su subalterno por ensañarse con un toro muchos reaccionan diciendo que no puede exigirle a un hombre con instinto de conservación que haga otra cosa que defenderse ante la acometida de un toro. “El toro apretaba y yo me tuve que defender” es la excusa más manida, citada especialmente por los jefes de fila más que por los mismos picadores. Y nada puede ser más falaz.

El tan manoseado dislate de que un picador no pudo estar bien porque el toro apretaba, es tan absurdo como que un matador diga que no pudo estar bien porque el toro embestía. El toro tiene que apretar para que haya suerte de varas. Aquel animal derrotado que se duerme debajo del peto a la espera que el del castoreño le tunda los lomos no es un toro de lidia y lo que se lleva a cabo con él no es una suerte de varas sino un simulacro soez. Por otra parte, defenderse no es picar trasero, no es rectificar, no es ensañarse.

Una Escuela de Picadores que eduque a los varilargueros para que hagan su trabajo de la mejor forma posible y que se luzcan en su tercio, que es lo que los toreros deben hacer, solamente tiene sentido si los subalternos a caballo pueden contar con la posibilidad de demostrar lo aprendido en el ruedo. Si eso no ocurre, no tardará en llegar la frustración y todo volverá a sus orígenes. Insisto en que puede que esté pensando demasiado mal pero tengo algunos ejemplos directos que tienden a comprobar lo que digo. Hace algunas décadas, en Francia, un gran picador francés que había tenido una soberbia actuación en la plaza de Vic Fezensac, al ser amistosamente conminado a que repitiera la obra al día siguiente respondió, literalmente y en perfecto español: “Si el toro y el maestro lo permiten”. Más claro imposible.

No quiero acusar a nadie y sinceramente no puedo saber si tengo razón pero de todas maneras me gustaría mencionar, como segundo ejemplo, la excelente actuación en Madrid este año de Pedro Iturralde, en una corrida en la que toreó con el caballo, tiró la vara al entrar el toro en jurisdicción, picó arriba y detuvo la embestida de la fiera sin recargar ni rectificar. Misteriosamente, en la corrida siguiente, citó de perfil con todo el palo por delante, picó trasero y percutió todo lo que pudo los lomos del pobre animal. ¿Por qué? ¿Se le olvidó cómo picar en pocos días? ¿O recibió la instrucción de hacer otra cosa distinta de lo que le reportó una cariñosa ovación la corrida anterior? No lo sé. Seguramente lo sabe Iturralde. Y tal vez también su jefe de fila, pero no se puede demostrar.

Decía que los picadores deben tener la posibilidad de demostrar sus cualidades en el ruedo, sentirse toreros, ganar premios y de ser posible destocarse y dar vueltas al ruedo junto a su maestro, pero el Reglamento dificulta dicha labor. Incluso en las plazas de primera, donde se permite despachar el primer tercio con un puyazo y un picotazo, donde pocos hombres de luces se preocupan de la colocación del toro, donde a nadie le interesa (o a lo mejor ni siquiera lo saben) medir la bravura y donde los públicos suelen aplaudir a los picadores justamente por no picar, salir a lucirse es una empresa inútil y frustrante. Y si además cuando te llegas a lucir te echan la bronca, todavía peor. Las cuadrillas modernas no están preparadas para el toro bravo y cuando llega a salir alguno, en lugar de darle su lidia luciéndolo en el caballo, lo único que quieren es que el picador le quite la mayor cantidad de arrestos posibles para poder andar más cómodos. Así es imposible, a pesar de todas las lecciones que le puedan haber dado a los profesionales a caballo.

¿Es necesaria una escuela de picadores? Mi primera reacción es sí, aunque la experiencia de las escuelas taurinas nos ha dejado un mal sabor de boca que nos hace temer un desenlace decepcionante. Es verdad que la perspectiva de que grandes profesionales a caballo retirados como podrían ser Rubio de Quismondo, Antonio Ladrón de Guevara o “Pepillo de Málaga”, se hagan cargo de la instrucción de neófitos, les enseñen a montar, a torear con el caballo, a citar de frente y clavar arriba, mueve a optimismo, pero esas mismas perspectivas ofrecían escuelas de tauromaquia dirigidas por maestros de la categoría de Joaquín Bernadó, Rafael Ortega o Gregorio Sánchez. Y los resultados están a la vista.

El problema del toreo es global que no se soluciona con medidas parciales. Podrán ayudar, pero no más que poner un balde debajo de la gotera mientras todo el resto del techo hace agua. Mientras se mantenga el nefasto Reglamento actual, mientras los matadores tomen a sus picadores como fuerzas de choque para que les hagan el trabajo sucio, mientras el primer tercio no pase del picotazo y mientras no salgan toros al ruedo capaces de aguantar una suerte a ley y toreros que los sepan poner, la escuela de picadores, con todo lo bien que suena, no será más que una entelequia de grandes aficionados e impenitentes soñadores.

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