Ya decíamos cuando comentábamos el retorno de José Tomás y su reaparición en Barcelona que no nos quedaba claro qué fiesta era la que se pretendía salvar. La iniciativa catalana para hacer volver al público a la plaza fue vista por muchos como un razonable intento por recuperar algo que se estaba perdiendo inexorablemente y muchos sostuvieron que cualquier esfuerzo por traer público a la Monumental y por poner la fiesta en el candelero, era loable y digno de apoyo.
Ante tanta euforia colectiva, respaldada por los estamentos más heterogéneos de la cultura y el arte, muchos de los cuales no tienen absolutamente ninguna afinidad o conocimiento de lo que realmente es la tauromaquia, surgieron las voces de los “reventadores” de siempre, incluso en estas páginas, manifestando sus dudas acerca de si lo que se quería salvar era la fiesta o el negocio.
Pues bien, la ideología del “todo vale” para promover la tauromaquia quedó en evidencia en la mediática corrida de Barcelona y más todavía durante las apariciones posteriores de José Tomás, especialmente la recientemente auspiciada por la misma Plataforma catalana para la defensa de la fiesta, en Ávila.
Ha quedado meridianamente claro para todo aquel que fundó alguna esperanza en que la sola presencia de un torero pudiera traer vientos nuevos a un espectáculo devaluado, que el camino seguido es, no solamente inoperante para la recuperación de los valores de siempre del arte del toreo, sino que representa un puntillazo más a la descordada fiesta. Puede que sea el bajonazo definitivo aunque la tauromaquia, y especialmente su afición, han demostrado una capacidad de supervivencia que los ha hecho superar las etapas más oscuras como la de la influencia de Manolete o la era de El Cordobés.
La diferencia es que en ambos casos había alternativas. Había toreros capaces de presentar una digna contrapartida al fraude, había toros para demostrar que la cabaña brava no estaba extinguida, había prensa honesta y documentada capaz de denunciar y enseñar y la afición en las plazas no estaba prácticamente anulada por la horda bullanguera que busca la diversión a través del “todo vale” y que todavía se ve respaldada por los comentarios de la prensa del día siguiente.
Ahora la afición está sola. Los pocos profesionales que podrían ponerse de su lado ven que cada vez es más difícil y más ocioso remar contra corriente. A todos ellos les va la supervivencia en esto y pocos, poquísimos, quieren ponerla en juego por salvar un espectáculo que nadie quiere, excepto los cuatro chiflados del autobús, esos a los que quieren echar de la plaza. Les sale más fácil y más rentable unirse al carro de los vencedores, aun a riesgo de que la fiesta vaya camino a su ocaso definitivo, porque la tauromaquia sin emoción, sin toro y, por ende, sin arte, no es sustentable ni justificable.
Eso lo saben los aficionados, y si lo supieran los antitaurinos estarían tranquilos esperando, sentados frente a su puerta, el paso del cadáver de la tauromaquia eterna. Si supieran a dónde están llevando los taurinos la dignidad de la fiesta y con qué irresponsabilidad se están jugando sus valores más elementales, dejarían de desnudarse frente a las plazas de toros, de enviar mensajes ofensivos a las páginas de aficionados y de preocuparse por el fin de la “crueldad”.
Les bastaría con darle tiempo a los mercaderes. La crueldad comienza ahora, con el abuso de animales disminuidos, con la ausencia de riesgo, salvo honrosísimas excepciones que están en el horrorizado recuerdo de todos en estos días, y con lo superfluo que significa la muerte del toro a estoque en este sucedáneo caricaturesco de un noble arte.
Estamos solos y ya no sé cuántos somos. No sé cuántos de los defensores de la pureza del espectáculo están dispuestos a luchar por salir de este túnel en el que nos hallamos; no sé cuántos estarán dispuestos a asistir a la presentación de un Manifiesto destinado a salvar la fiesta auténtica; no sé cuántos se habrán resignado y tendrán suficiente con lo que les dan, mientras les den motivo para departir con amigos y organizar guateques de fin de fiesta. Me lo pregunto sin afán de crítica alguna sino solamente por la curiosidad morbosa de calcular cuánto tiempo nos queda.
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