“Propaganda es la expresión de una opinión o una acción por individuos o grupos, deliberadamente orientada a influir opiniones o acciones de otros individuos o grupos para unos fines predeterminados y por medio de manipulaciones psicológicas.”
Violet Edwards; Instituto de Análisis de
Propaganda de Nueva York
La propaganda es tan antigua como la Historia. Desde las viejas culturas, desde los orígenes de las religiones y acompañando a cuanta ideología política ha visto la faz de la tierra, la propaganda ha sido un fenómeno constantemente presente en los procesos de desarrollo de la sociedad. Muchas veces ha tenido una connotación especialmente nefasta, como el tristemente famoso ministerio encabezado por Joseph Goebbels, y otras se ha transformado en un bastión de defensa de la cultura como el Comissariat de propaganda catalán, creado en 1936, pero cualesquiera que haya sido su motivación el elemento de manipulación ha estado siempre presente. Esto ha llamado a la creación de institutos como el citado más arriba destinados a enseñar a la gente cómo pensar en lugar de qué pensar, que es lo que la propaganda persigue.
Quizás el ejemplo más elocuente puede ser extraído de la genial novela 1984 de George Orwell, en la que los preceptos del Gran Hermano (qué pena que el término haya adquirido una connotación tan chabacana por obra de la telebasura) se planteaban en tres decidoras líneas:
La guerra es paz.
Violet Edwards; Instituto de Análisis de
Propaganda de Nueva York
La propaganda es tan antigua como la Historia. Desde las viejas culturas, desde los orígenes de las religiones y acompañando a cuanta ideología política ha visto la faz de la tierra, la propaganda ha sido un fenómeno constantemente presente en los procesos de desarrollo de la sociedad. Muchas veces ha tenido una connotación especialmente nefasta, como el tristemente famoso ministerio encabezado por Joseph Goebbels, y otras se ha transformado en un bastión de defensa de la cultura como el Comissariat de propaganda catalán, creado en 1936, pero cualesquiera que haya sido su motivación el elemento de manipulación ha estado siempre presente. Esto ha llamado a la creación de institutos como el citado más arriba destinados a enseñar a la gente cómo pensar en lugar de qué pensar, que es lo que la propaganda persigue.
Quizás el ejemplo más elocuente puede ser extraído de la genial novela 1984 de George Orwell, en la que los preceptos del Gran Hermano (qué pena que el término haya adquirido una connotación tan chabacana por obra de la telebasura) se planteaban en tres decidoras líneas:
La guerra es paz.
La libertad es la esclavitud.
La ignorancia es la fuerza.
Esta pedante introducción tiene como objeto llamar la atención de una situación que se vive casi diariamente en el toreo a través de los medios de comunicación y muy especialmente –aunque no exclusivamente- de la televisión estatal. Allí, periodistas profesionales, o por lo menos titulados, tienen la labor constante de trasladar al público un mensaje, en lugar de una información o un análisis. Es raro que la única categoría del periodismo en la que la ética profesional no tiene necesidad de ser respetada, sea la de la crónica taurina pero por lo visto es así y a nadie parece sorprenderle.
En cualquier sociedad medianamente civilizada, un periodista que percibe un sueldo de un partido político estaría descalificado para presentarse como analista en un medio del Estado, pero en el caso de los toros los conflictos de intereses parecen no molestar. Con esto no quiero decir que los periodistas que reúnen esas características tengan una agenda de manipulación porque sería tildarlos de deshonestos, pero la constelación en la que se manejan deja espacio para dudas.
Estas dudas podrían ser disipadas por una circunstancia que agravaría todavía más las cosas y es que la manipulación y el interés por desvirtuar la verdad y por vender una Fiesta adulterada provenga de una sincera ignorancia, lo que también sería digno de ser analizado por una comisión de ética. Realmente es imposible determinar cuál de los dos casos sería peor, pero lo cierto es que los resultados que tenemos que padecer con porfiada frecuencia hacen sospechar una de las dos causales.
Pasando por alto los dislates cotidianos, como las loas al toreo con el pico, la justificación de los pares de sobaquillo, la incapacidad de prever que un toro se va a echar cuando escarba en tablas con la cara entre las manos y el calificar de “curioso” el hecho que una estocada haya caído contraria, es más preocupante que se pretenda convencer al crédulo público televidente que el éxito de una corrida pase por la prescindencia del toro y que el único lucimiento real es el que no hace necesaria la lidia.
La corrida de Victorino en Zaragoza, que todavía sigue dando mucho juego, inspiró el siguiente apotegma aparecido en un portal taurino y repetido textualmente por otro periodista en un programa de televisión:
“Hay algo más peligroso que un toro peligroso. Que el público crea que no lo es.”
Referido a la Feria del Pilar, la afirmación conlleva un error garrafal. El público o, mejor dicho, los aficionados, tenían perfectamente claro que los toros tenían peligro. El peligro de la casta. Por eso los aplaudieron en el arrastre y por eso censuraron a los toreros por la falta de recursos para hacerles frente. La propaganda oficialista quiere deslizar la implicación que los toros con peligro y con casta no son aptos para la lidia, e intentan pasar ese mensaje cada vez que pueden para, por extensión, aumentar la valoración de las reses criadas por quienes los tienen en su nómina de sueldo. (perfectamente legal, por cierto)
Que, en este caso, la propaganda manipuladora sea producto de la ignorancia o de una intencionalidad turbia, da exactamente lo mismo. El problema sigue siendo alarmante y digno de ser analizado por alguna instancia oficial de evaluación profesional.
Esta pedante introducción tiene como objeto llamar la atención de una situación que se vive casi diariamente en el toreo a través de los medios de comunicación y muy especialmente –aunque no exclusivamente- de la televisión estatal. Allí, periodistas profesionales, o por lo menos titulados, tienen la labor constante de trasladar al público un mensaje, en lugar de una información o un análisis. Es raro que la única categoría del periodismo en la que la ética profesional no tiene necesidad de ser respetada, sea la de la crónica taurina pero por lo visto es así y a nadie parece sorprenderle.
En cualquier sociedad medianamente civilizada, un periodista que percibe un sueldo de un partido político estaría descalificado para presentarse como analista en un medio del Estado, pero en el caso de los toros los conflictos de intereses parecen no molestar. Con esto no quiero decir que los periodistas que reúnen esas características tengan una agenda de manipulación porque sería tildarlos de deshonestos, pero la constelación en la que se manejan deja espacio para dudas.
Estas dudas podrían ser disipadas por una circunstancia que agravaría todavía más las cosas y es que la manipulación y el interés por desvirtuar la verdad y por vender una Fiesta adulterada provenga de una sincera ignorancia, lo que también sería digno de ser analizado por una comisión de ética. Realmente es imposible determinar cuál de los dos casos sería peor, pero lo cierto es que los resultados que tenemos que padecer con porfiada frecuencia hacen sospechar una de las dos causales.
Pasando por alto los dislates cotidianos, como las loas al toreo con el pico, la justificación de los pares de sobaquillo, la incapacidad de prever que un toro se va a echar cuando escarba en tablas con la cara entre las manos y el calificar de “curioso” el hecho que una estocada haya caído contraria, es más preocupante que se pretenda convencer al crédulo público televidente que el éxito de una corrida pase por la prescindencia del toro y que el único lucimiento real es el que no hace necesaria la lidia.
La corrida de Victorino en Zaragoza, que todavía sigue dando mucho juego, inspiró el siguiente apotegma aparecido en un portal taurino y repetido textualmente por otro periodista en un programa de televisión:
“Hay algo más peligroso que un toro peligroso. Que el público crea que no lo es.”
Referido a la Feria del Pilar, la afirmación conlleva un error garrafal. El público o, mejor dicho, los aficionados, tenían perfectamente claro que los toros tenían peligro. El peligro de la casta. Por eso los aplaudieron en el arrastre y por eso censuraron a los toreros por la falta de recursos para hacerles frente. La propaganda oficialista quiere deslizar la implicación que los toros con peligro y con casta no son aptos para la lidia, e intentan pasar ese mensaje cada vez que pueden para, por extensión, aumentar la valoración de las reses criadas por quienes los tienen en su nómina de sueldo. (perfectamente legal, por cierto)
Que, en este caso, la propaganda manipuladora sea producto de la ignorancia o de una intencionalidad turbia, da exactamente lo mismo. El problema sigue siendo alarmante y digno de ser analizado por alguna instancia oficial de evaluación profesional.
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