Frederich Nitzche escribió que la esperanza es el peor de los males porque prolonga los tormentos del hombre. Ahora que nos aprestamos a enfrentar una nueva versión de la primera feria del mundo en la capital de España, los recuerdos se transportan a aquellas épocas no tan lejanas en las que los aficionados llegaban a la plaza con ilusión, y por mucho que los decepcionara lo que veían en el ruedo, la tozuda esperanza se imponía ante su raciocinio y al día siguiente estaban nuevamente sentados en su incómoda localidad a la espera del milagro que los llevara a salir toreando de Las Ventas, como ya muchas veces había ocurrido. Por cierto, por muy quimérico que fuera el optimismo, tenía una base en qué sustentarse. En el toreo los milagros se producen bajo reglas estrictamente lógicas, y de no darse éstas no hay intervención divina que valga. El problema actual es que lo que está ocurriendo con la Fiesta de Toros hace que se haya removido irremediablemente la base terrena para el milagro y la ilusión.
Un autor norteamericano escribió, sin haber pisado nunca una plaza de toros y sin sospechar que estaba definiendo parte de la ideología del aficionado, que “la imaginación es más fuerte que el conocimiento, el mito es más potente que la historia, los sueños son más poderosos que los hechos y la esperanza se impone a la experiencia”. Pero claro, también la realidad tiene que ayudar un poco. Preguntarse actualmente qué esperamos ver en esta feria que se avecina es sacar un pasaje sin retorno al desaliento. La casta, la bravura, el trapío, la integridad del toro de lidia, incluso hasta los problemas por resolver, solamente pueden resarcirnos parcialmente si junto con admirarlas en el ruedo nos vemos forzados a presenciar que han de enfrentarse a una acorazada ruin que las destrozará reglamentariamente en dos interminables varas. Según las nuevas disposiciones ya no hacen falta tres entradas. Medir la bravura es un trámite fútil; “ver al toro”, un lujo superfluo. La “neotauromoqua” hecha ley.
Si llega a salir ganado de esas características, cosa que no se ve, salvo honrosísimas excepciones, y no necesariamente en Madrid, desde hace bastante tiempo, y si llega el animal a conservar todavía arrestos y poder después de la carnicería inicial, se estrellará contra la ya habitual ausencia de recursos de la torería a pie, aunque en algunos casos el pundonor haya enmascarado la indefensión y haya transformado en meritorios legionarios a toreros sin talento, otorgándoles un apelativo ostentado por antiguos maestros cuya principal virtud era precisamente la técnica. El manido aforismo “cuando hay toros no hay toreros” (su contrapartida ya no tiene mayor aplicación) se ha superado en la práctica, no con el proceso de preparar toreros para dominar a los toros de casta, sino eliminando a los toros de casta para que los diestros no tengan nada que dominar.
El paso de la tauromaquia a esto que estamos viviendo no ha sido sutil pero sí paulatino e inexorable. No seré yo el que atribuya una inteligencia malévola superior a quienes están detrás de la descomposición del espectáculo porque sinceramente creo que ha sido una corrosión casual y casi inconsciente. Simplemente se ha tratado de un abuso indiscriminado e irresponsable de recursos naturales hasta convertirlos en irrecuperables por una razón u otra. Es sabido que, en su momento, muchos ganaderos, por miedo a quedarse irremisiblemente sin el pan que llevarse a la boca, sucumbieron (algunos de muy buen grado, todo hay que decirlo) ante las exigencias de los taurinos, y ahora, por razones relativamente similares, al ver que la desintegración que han propiciado se manifiesta en pérdidas económicas, cuando ven que las plazas no se llenan nunca, que los toros se venden por menos dinero porque no hay selectividad y que la fiesta está en el candelero solamente por pucherazos, divorcios o acometidas antitaurinas, algunos han exhibido su intención de volver a inocularles picante a sus toros “artistas”. Pero el daño ya está hecho y si llegan a conseguirlo, será para estrellarse contra el muro de ineptitud de profesionales que ya se han acostumbrado a otra cosa. Y por cierto, corren el riesgo de enfrentarse a la prensa taurina moderna, dispuesta a descalificar como obsoletas la casta y la bravura.
Si la corrida de Victorino del San Isidro de 1982 hubiera saltado al ruedo el año pasado habría sido un petardo descomunal y les habría faltado ordenador a los plumarios para calificarla de “imposible” por su peligro y aviesas intenciones, y de una involución a épocas felizmente superadas. Y los cuatro “intransigentes” que, sin duda, hubieran aplaudido a toda la corrida en el arrastre y hubieran enrostrado a los actuantes su falta de vergüenza, habrían sido llevados a la picota e infamados por su falta de sensibilidad para los que se juegan la vida en el ruedo.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde y me temo que sea verdad porque el momento está empezando a llegar. No solamente nos han robado la fiesta, nos han robado la ilusión. Nos han robado la inexplicable fe en el milagro que nos llevaba a la plaza a ver a Curro. Aquella que hubiera llenado hasta la bandera la plaza de Las Ventas si Chopera hubiera programado de nuevo la terna Antoñete, Curro y Paula la semana siguiente del celebérrimo escándalo. El astuto empresario vasco lo pensó pero decidió que hubiera sido una provocación y no lo hizo, pero la plaza se hubiera abarrotado y ¿quién sabe? a lo mejor se hubiera dado el milagro. Ahora no. O por lo menos nada que se nos ocurra a bote pronto. A menos que, claro, aparezca alguien... Qué diablos. Vamos a seguir soñando.
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