Hay términos que, por repetidos, acaban por hacer olvidar su sentido inicial o, incluso, llegan a adquirir una connotación distinta a la original. Eso ocurre, y los que mejor lo sabemos somos los aficionados, con la expresión “intransigente”. Para los círculos taurinos profesionales, una de las críticas más recurrentes y acerbas es la de la intransigencia de determinados sectores de la afición y, en el caso de Madrid, de determinados tendidos de la plaza. Revisando la definición del término en el diccionario de la Real Academia Española nos encontramos con que intransigente es aquel que no transige, y transigir es “consentir en parte con lo que no se cree justo, razonable o verdadero, a fin de acabar con una diferencia”.
Sobre esa base convendría estudiar someramente hasta qué punto la afición de Madrid es intransigente y hasta dónde está dispuesta a “consentir en parte” lo que no cabe dentro de su concepción de la tauromaquia. Igualmente no sería malo establecer cuánto es realmente posible transigir antes de entrar a colaborar, por activa o por pasiva, en la desnaturalización de la fiesta y hacerse así cómplice de su ocaso definitivo.
Hasta donde he podido captar desde mi tendido, y sin pretender arrogarme la capacidad de interpretar en su globalidad las motivaciones de la “afición conspicua”, como le llamaba el gran maestro Joaquín Vidal, creo haber detectado que hay dos elementos frente a los cuales los aficionados no hacen concesiones: la integridad del toro de lidia y la vergüenza torera de los profesionales de luces. Faltando cualquiera de esos dos factores todo lo demás deja de tener la entidad suficiente como para ser analizado dentro de los parámetros de la tauromaquia. Podrá ser un espectáculo similar, o no, pero tauromaquia no es; y como se da el caso que el público asiste a presenciar lo que conoce bajo la denominación de “corrida de toros”, el hecho que falten elementos fundamentales para que ésta se perfeccione, hace que se rechace todo lo demás. Es posible que eso sea intransigencia pero, quizás por mis propias limitaciones, no alcanzo a determinar, en este caso, qué tiene de malo. Cualquiera que pague por un espectáculo y le ofrezcan otro, tiene el derecho de protestar, de exigir que le devuelvan el importe de la entrada o incluso de demandar al empresario que ha incurrido en el fraude. No se trata aquí de no ser capaces de consentir “en parte” con algo que no se considere justo sino con negarse a aceptar la antítesis de lo tradicionalmente aceptado y aceptable.
Seguramente esta situación de adulteración se plantearía con más frecuencia en otro tipo de espectáculos si éstos también, como en el caso de los toros, contaran con un público agradecido, dispuesto a aceptar todo sucedáneo, e incluso a cerrar filas con aquellos que lo perpetran, al punto de convertirse en sus sicarios verbales, e incluso en algunos casos, hasta físicos. Por fortuna eso no ocurre, o sucede en mucho menor medida. Ya otros más ingeniosos que yo han dado suficientes ejemplos como para seguir insistiendo en ellos. Lo raro es que, con lo obvio que resultan para hacer la comparación, el fenómeno se sigue produciendo en las plazas de toros: Pavarotti sigue cantando La Vaca Lechera, Mike Tyson se sigue enfrentando al enanito de las Crónicas Marcianas y el Real Madrid sigue insistiendo en jugar solamente contra equipos de la Última Regional, y además empatan a cero. Afortunadamente, al parecer, los aficionados a la ópera, el boxeo o el fútbol son lo suficientemente “intransigentes” como para evitar que esto ocurra en sus respectivas especialidades, pero a la afición taurina se le reprocha que lo sea.
No se trata de profundizar aquí sobre las motivaciones e intereses de los taurinos para fomentar esa situación, porque sinceramente no pueden ser más claras para todo aquel que lo quiera ver. Además, no deja de ser comprensible -aunque no sea éticamente justificable - que hagan lo que puedan para defender sus intereses. Lo que a veces duele es que los propios aficionados, en lugar de unirse en una lucha que parece tan clara, y con un enemigo tan evidente e inconfundible, se traspapelan en rencillas intestinas, pequeñas e innecesarias, cuando de lo que se trata es nada menos que de salvar la fiesta. Así, tal como como suena. No sería malo reflexionar seriamente acerca del significado de la palabra intransigencia cuando de lo que se trata es de unirse para evitar el colapso definitivo de algo que todos amamos y que nos están arrebatando, cada vez más abierta y alevosamente. La Real Academia Española es suficientemente clara al respecto. A ver si recapacitamos.
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