Durante la pasada Feria de San Isidro de Madrid, un comentarista de televisión tuvo la poco afortunada idea de atribuir a los aficionados una suerte de animosidad recalcitrante contra las figuras del toreo o, en su defecto, contra los toreros famosos. Acompañó su folclórica reseña, colorido como es él, con uno de los tradicionales cánticos de los estadios de fútbol que da título a este comentario. Ya hablaremos de este señor en el futuro pero a mí se me ha quedado el estribillo dando vuelta en la cabeza porque en el último tiempo he tenido la inquietante sensación de que es a los aficionados a los que nos están dando por todos lados. Creo que no ha llegado a un nivel de fijación paranoica, y antes de que llegue a eso me gustaría analizar un poco la situación a la que me refiero.
Los enemigos tradicionales de los aficionados son los antitaurinos y los taurinos. Lo de los antitaurinos está claro, pero por si pudiera parecer una contradicción para lectores menos entrenados, convendría precisar que la acepción “taurino” se refiere en este caso a aquellos que viven de la tauromaquia y a quienes desagrada que un grupo de gente que no hace otra cosa que pagar religiosamente su entrada y amar la fiesta se dedique a chafarles el negocio con majaderías como el respeto por el Reglamento, la exigencia del toro íntegro o la vergüenza, valor, técnica y arte de los actuantes.
Como la fiesta de toros es un negocio, la intención primordial de quienes lo llevan es la de ganar dinero y atraer clientela. Eso es normal. Esto hace que los empresarios se preocupen de que aquellos a quienes contratan tengan tirón publicitario para llenar las plazas, y que toreros y apoderados hagan lo posible porque las plazas se llenen cada vez más de público afín, cuya única intención sea divertirse y que no ponga peros a los intentos de los matadores de tener la tarde lo más apacible que puedan, haciendo lo que saben, y triunfar sin que haya un toro en el ruedo que les pueda poner en dificultades.
Como no cuesta nada encontrar gente dispuesta a participar en ese tipo de simulacro, sea consciente o inconscientemente, no es de extrañar que la campaña para la eliminación de esa minoría que todavía cree en el espectáculo del arte y del valor esté cada vez más vigente y tenga muchos representantes que van desde los directamente interesados a los ignorantes integrales que están sometidos a un engaño que no pueden detectar pero que igual aplauden a los que lo perpetran e insultan a los que lo denuncian. Como colofón a dicha campaña está la prensa del movimiento, dispuesta a hacerle el juego a los falsificadores, entre otros con el cantito aquel de los estadios, por poner un ejemplo.
Ya con eso los aficionados tenemos bastante con qué entretenernos pero, como si esto fuera poco, ha surgido recientemente una nueva corriente, igualmente descontenta con las voces críticas, que se ha dedicado, tal vez sin querer o sin darse cuenta, a reivindicar el toreo comercial y su ausencia de valores, simplemente porque su torero está militando actualmente en esas huestes. Curioso fenómeno el de un artista al que se ha glorificado y al que se sigue admirando después de haber claudicado de todas las virtudes por las cuales nos emocionó, pero a veces ocurren estas cosas cuando la veneración sobrepasa las fronteras del raciocinio.
Resulta sorprendente, por ejemplo, que excelentes aficionados, y digo verdaderos aficionados, no esa trouppe de jaleadores que acompaña a José Tomás por toda España y no tiene puñetera idea de toros, aunque haga público su desconocimiento con exquisito estilo, nos reproche que acusemos de falta de recursos a su torero porque pasa por los aires, pretendiendo recordarnos que los aficionados abogamos por la presencia de “héroes” en el ruedo. No es así, ni nunca ha sido así. Han sido los taurinos que, para justificar ganado indecoroso e inofensivo, tullido y afeitado, encaran a los aficionados preguntándonos si queremos que lo mate el toro, cuando lo que queremos es simplemente que tenga un enemigo delante, porque en eso consiste la fiesta. No es un héroe el que necesitamos sino un torero.
Valga la aclaración que, de todos modos, para mí todos los toreros son héroes y mi respeto va hacia ellos desde el momento que hacen el paseíllo, porque yo no estaría en condiciones de pararme delante de un animal con cuernos. Pero claro, me ocurre lo mismo con los extraterrestres. Para mí todo lo que veo en el cielo son ovnis porque mis conocimientos de aeronáutica son auténticamente nulos y cualquier vehículo volante ordinario puedo tranquilamente confundirlo con la nave de visitantes de Marte. Pero un ingeniero aeronáutico no tiene ese problema así como un torero tampoco lo tiene (o lo debiera tener) para enfrentarse a un toro, sin ser un héroe sino solamente un profesional.
Son muchas las variantes tendentes, de una manera o de otra, a echar a los aficionados de las plazas. Entre otras, está la de reprocharnos el ir a plazas de segunda y de tercera a sabiendas que veremos un espectáculo que no aprobamos. Pues bien, en primer lugar, para ver a José Tomás, sea uno aficionado o no, hay que ir a plazas de segunda o de tercera porque el diestro no se aparece por otras. Por favor, no mencionar Barcelona porque estamos hablando en serio. Además, las exigencias de los aficionados son coherentes con las posibilidades y las expectativas. La afición de Madrid, por poner un caso, jamás pitará a un novillero o a un torero que torea dos corridas al año con la vehemencia con que reprocha a una figura su falta de profesionalidad. No porque odie a las figuras sino porque se les exige más, por experiencia y, por qué no decirlo, por honorarios. Antes los toreros decían, como motivo de orgullo, que en Madrid se les exigía. Ahora se quejan de eso.
Si un aficionado de Madrid o de San Sebastián va a una plaza de tercera, sabe que las exigencias de trapío son distintas a las que acostumbra a ver y se prepara para presenciar el espectáculo en esa versión. Exactamente igual que los aficionados que viven en la ciudad donde la plaza es de tercera, que no lo son menos por ser abonados a una feria de cinco corridas, entre otras cosas porque pagan una fortuna (más que en Madrid) y los carteles están compuestos por toreros que llegan cobrando una millonada y que encabezan el escalafón. Si sobre la base de esas expectativas, el ganado que salta al ruedo es indigno, ahí ha llegado el momento y la obligación de protestar, como lo hacen también los aficionados del lugar, que los hay y muy buenos.
Precisamente, hace pocos días en Calahorra, una banda de mamporreros de Rivera Ordóñez agredió a un grupo de aficionados locales que protestaba por las condiciones del ganado y por la actuación del torero. No eran aficionados de Madrid, eran de Calahorra, pero exigían exactamente lo mismo, primero porque están en su derecho y además porque saben qué es lo que se debe exigir. Y estoy seguro que cuando pase José Tomás por Calahorra, no valdrán revolcones, ni palizones, ni trances místicos porque protestarán que toree ganado indecoroso igual que sucede en Madrid.
Conminar a esos aficionados para que no vayan a los toros cuando sepan que no va a salir lo que esperan es claudicar definitivamente, porque tal como ocurre en Calahorra también puede ocurrir en Madrid. Pero no preocuparse. Por mucho que se unan involuntariamente los sectores más disímiles para acallar la protesta, la afición no le dejará el campo a los estafadores, ni aunque los intenten echar a hostias, ni aunque les recomienden que dejen sus exigencias para otra oportunidad en que en el ruedo no se esté produciendo un éxtasis esotérico con voltereta incluida.
El hecho que se estén produciendo algunas coincidencias algo inquietantes entre el discurso de los taurinos y el de los aficionados místicos, como la de acusar a los aficionados terráqueos de ser seguidores ciegos de Navalón, (quien cometió el sacrilegio una vez de asegurar que José Tomás no sabía torear), con lo que nos desconocen la facultad de discernir por nosotros mismos y nos relegan a la posición del loro repetidor de máximas, hace que la pregunta de cuántos somos se vuelva a plantear de forma cada vez más acuciante, y hace falta mucho amor por la fiesta para seguir en la pelea, que no debiera serla porque se trata de una afición, intentando salvar lo poco que nos queda.
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