martes, 20 de noviembre de 2007

Toristas y Toreristas


Sin ningún rigor histórico y con la sola intención de ver si por este camino me aclaro algo yo mismo respecto al tema de la unidad de los aficionados, recuerdo las diferencias que se planteaban entre los aficionados “toristas” y “toreristas”, a los que se atribuían en general condicionantes geográficas que, a su vez, planteaban determinadas formas de sensibilidad que establecían la mayor o menor capacidad de sentir o entender el toreo. Semánticamente la lucha era tenaz, pero en el fondo todos hablaban de lo mismo. Cuando los toreros de “Despeñaperros para abajo” llegaban a Madrid o a Bilbao, eran recibidos con el respeto y la expectación que, de forma casi mágica, emanan de la personalidad de los artistas. Por supuesto que los tópicos volvían a surgir si las cosas andaban mal (“¡A Sevilla...!”) pero, cuando triunfaban, la afición salía toreando de la plaza envuelta en los efluvios del arte, sin mirar carnés ni pasaportes y habiendo dejado de lado todo localismo fútil.

Cuando al sur llegaban sobrios y poderosos toreros castellanos, los aficionados andaluces, tan acostumbrados a ser emocionados por los raptos de la estética, se aprestaban a ver la otra cara de la fiesta con la misma avidez y el regusto de quien disfruta de la media belmontina en manos de un artista gitano. Pero no nos engañemos. La disparidad de opiniones y de forma de ver el toreo estaba allí y se manifestaba en los términos más drásticos incluso tratándose de diestros que venían de la misma provincia. Si bien lo que llegaba a ocurrir en el ruedo muchas veces desmentía esas vehemencias y ponía de acuerdo a todo el mundo, la teoría marcaba claras diferencias y cada cual hacía suya la doctrina con la intolerante pasión del fanático.

Toristas y toreristas eran corrientes irreconciliables y no dejaban pasar la oportunidad para denostarse mutuamente. La historia, sin embargo, ha dejado constancia de una característica común que unía a ambos grupos otorgándoles sin reservas la condición de aficionados: el respeto por el toro de lidia. Fuera donde fuera que se desarrollara el festejo, fuera en el norte o en el sur, fuera en plazas de primera o de tercera, el factor irrenunciable era la presencia de un toro de lidia, con las condiciones de trapío y presentación que fuera consecuente con la categoría del festejo, pero siempre dentro del marco de la dignidad a la que obliga el estar ofreciendo un espectáculo a un público que paga.

Nunca un aficionado torerista ha defendido el afeitado, ni un torista ha dado por buena la presentación de un toro regordío a última hora para colárselo a los veterinarios de Madrid. El trapío ha sido siempre uno sólo, más allá de lo que muestre la báscula y más allá de la categoría del lugar en el que se celebra la corrida. Nadie ha aceptado jamás que se otorgue una categoría al público sobre la base de la categoría de la plaza. No existe el público de tercera sino el público de primera en una plaza de tercera, al cual el empresario, los ganaderos y los toreros le deben el mismo respeto que al de cualquier otro sitio. Los aficionados, toristas y toreristas, se han encargado de recordárselo a los empresarios en todo momento y en todo lugar.

Frente a ese núcleo de aficionados, respetuosos del concepto de que sin toro no hay corrida y que la defensa de la integridad es una empresa de supervivencia y no un capricho de integristas, siempre ha existido aquella masa de espectadores que, con más o menos conocimiento y con más o menos vehemencia, ha ido un poco a su aire y que siempre ha estado dispuesta a dejar caer algunos principios, que posiblemente hasta desconozcan, en aras del divertimento superficial. Las absolutamente respetables tradiciones de los diferentes pueblos dan ejemplos muy elocuentes de hasta dónde se puede torcer el sentido de la tauromaquia con el sano y plausible fin de dar cumplida celebración al Santo Patrón, beber y comer profusamente, y disfrutar de algo tan propio y entrañable como una corrida o una novillada. Criticar eso sería traicionar la raigambre cultural de quienes lo practican y no está ciertamente en la intención de nadie.

Lo que ya es más preocupante es que aquellos entusiastas se trasladen en masa y con la misma mentalidad a plazas de cemento, en las que se anuncian bellos y bravos toros de prestigiosas ganaderías, donde los actuantes ganan ingentes sumas de dinero por comparecer, donde el empresario llena sus bolsillos con lo dejado en taquilla por la afición y donde, por ende, el nivel de tolerancia debe ser diferente. Ahí es donde los frentes solían quedar más claros y los aficionados, toristas o toreristas, cerraban filas para denunciar, combatir y, de ser posible, expulsar de las plazas a quienes, con la irresponsabilidad del desconocedor, intentaban cambiar las leyes elementales de una fiesta más que centenaria.

Ahora, sin embargo, es la simple y añorada diferencia entre el gusto por toros o toreros, que no solamente dividía sino, en la práctica, unía a los auténticos aficionados, la que se ha ido difuminando hasta dejar irreconocibles los límites y se ha venido multiplicando por una cantidad de variantes en las que se confunden las preferencias artísticas con las personales, por arbitrarias que sean, hasta convertirlas en una carta blanca para el “todo vale”. Ahora un sedicente aficionado puede defenderlo todo, si responde a sus intereses profesionales, si en su decálogo de exigencias se ha saltado algunas de las reglas más básicas para que sus toreros estén por encima de las críticas de quienes quieren tozudamente respetarlo todo o, simplemente, si le toca la fibra romántica.

A mí me cuesta demasiado entender ese tipo de fluctuaciones y creo que no me acostumbraré nunca. A mí que mejor me den la diferencia irreconciliable de toristas y toreristas, antes que la ambigua manifestación de afición que pasa por la exclusión de la integridad del toro o de la vergüenza torera de los actuantes, por mucho que nos llamemos a nosotros mismos “aficionados” y nos pleguemos a un Manifiesto por la defensa de una fiesta íntegra, auténtica y justa.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Una tarde en los toros


Todos los admiradores de mis tan citados Hermanos Marx, recordarán la memorable función de Il Trovatore en la película “Una Noche en la Ópera”, que se vio prolijamente devastada por el accionar de los anarquistas del humor absurdo, los que se encargaron de romper todos los patrones que hacen posible disfrutar la obra maestra de Verdi. Los comentarios, las interrupciones y las antojadizas interpretaciones del argumento, de suyo bastante abstruso, todo hay que decirlo, echaron por el suelo cualquier posibilidad de recreación o de enriquecimiento cultural para aquellos que asistían a la representación.

Por cierto, todo se trataba de una parodia, llena de escenas de un exquisito humor que transformaron a la película en un clásico de la historia del cine. Nadie pretendió, ni podría en su sano juicio pensar, que lo que se estaba viendo era una cumplida retransmisión de un evento cultural, ni que los que la tenían a su cargo tenían alguna noción de lo que estaban interrumpiendo.

Pese al riesgo de festinar un tema serio como el de la desinformación, no nos podemos sustraer al símil de las retransmisiones taurinas de la televisión. Ya se ha criticado por parte de muchos aficionados mejores que yo, la lacra que significa para la fiesta el hecho que los medios de comunicación de más convocatoria estén en manos de profesionales cuya misión fundamental parece ser la de justificar lo injustificable y alabar lo incomprensible. El caso de las televisiones es especialmente sangrante y uno se pregunta si lo más nefasto es la tendenciosidad con que se tergiversa la realidad, por parte de algunos, o la desaforada ignorancia con que otros pretenden sentar cátedra en un tema que obviamente no dominan.

La decisión es tan difícil como bizantina. Ambos fenómenos son igual de peligrosos y no estoy seguro cuál de los dos es más dañino. Para comenzar, en ambos casos se parte del supuesto que el hecho de que participen matadores retirados como analistas les dará seriedad y conocimiento de causa a los comentarios. Profundo error. Más allá de lo buenos que hayan sido como toreros o de lo que sepan de tauromaquia, ponerlos a criticar a sus colegas es poner al zorro a cuidar las gallinas. Por una parte, se puede esperar que pretendan justificar sus propias deficiencias de su época en activo interpretando lo que ven como les hubiera gustado que el público hubiera interpretado sus petardos, en lugar de dedicarle las comprensibles críticas y, por otra, es perfectamente posible que, más allá de su categoría o trayectoria, el torero haga causa común con sus colegas en el ruedo por una cuestión de solidaridad profesional desvirtuando totalmente el mensaje.

Se supone que los comentaristas están allí para otra cosa. Están para reconocer lo bueno y lo malo, explicarlo, educar al oyente y hacer afición. Y ahí nos encontramos con otro de los problemas más serios consistente en describir el término “hacer afición”. Antiguamente se trataba de informar lo más posible al público de modo que supiera a qué iba, qué podía exigir y qué rechazar, y de esa forma velar por una fiesta justa y atractiva. Ahora, se trata de llevar cada vez más gente a la plaza para llenar las faltriqueras de los empresarios, allá penas si tienen la menor idea de lo que van a ver, pero envalentonados por los medios para dar su opinión, especialmente si se trata de atacar a quienes van a los toros desde siempre, aprendieron de los que saben, tienen claro en qué consiste el espectáculo y se niegan a que les roben la cartera.

Cualesquiera que sea el estilo más funesto en las retransmisiones taurinas, lo que no es de recibo es que el supino analfabetismo de algunos de los que las realizan, y no me refiero a los directores de cámara sino muy especialmente a los directores generales y comentaristas, dé una idea tan execrablemente deformada del sentido mismo de la tauromaquia.

A nadie se le podría ocurrir que durante una retransmisión televisiva de una ópera desde el Teatro Real, al periodista que dirige el procedimiento se le ocurra aprovechar la obertura para dar información del resto de la programación de la temporada o para hacer porras con sus colaboradores sobre la cantidad de “dos de pecho” que se escucharán en la tarde. Tampoco sería concebible que los recitativos fueran considerados “tiempos muertos”, durante los cuales es mejor mostrar al público o a entrevistar a los cantantes que no están en ese momento en el escenario. Tampoco a ningún melómano teleespectador se le pasaría por la cabeza que uno de los varios colaboradores del programa se dedicara a entrevistar famosos entre el público durante la interpretación de un aria y, menos aún, que el encargado de los comentarios se permitiera errores garrafales reconocibles a simple vista por cualquiera que esté sentado frente a la pantalla, sepa o no de música.



¿Estamos exagerando? ¿Estamos describiendo otra escena de los Hermanos Marx o existe la posibilidad que ese tipo de absurdos se produzca en otros ramos de la cultura? Pues bien, que lo responda cualquiera que haya visto una retransmisión de toros por televisión en la que:

se hagan porras sobre las orejas a cortar, la demostración de superficialidad triunfalista más palmaria,

se considere “tiempo muerto” todo momento en que el matador no esté pegando mantazos, como si las reacciones del toro ante el capote de los subalternos o, simplemente, su deambular por el ruedo no tuviera incidencia para la evaluación de sus condiciones,

los colaboradores de la emisión, ya sea un joven cuyas preguntas llevan indefectiblemente implícita una afirmación altamente valorativa de las virtudes de los actuantes (“¿No está Fulanito fenomenal?”) o algún otro periodista más veterano que en algún momento ha loado la profundidad del toreo a pies juntos, hayan interrumpido constantemente (a instancias del comentarista principal, bien es verdad) la continuidad del espectáculo moviéndose entre los tendidos para pedir opiniones de espectadores famosos, aunque su fama no tenga nada que ver con los ruedos, mientras la corrida sigue,

el comentarista principal, avalado por su solvencia académica, insista en describir como negro zaino a un toro negro salpicao, bragado, meano, lucero y calcetero,

el periodista opine que el principal problema de un toro inválido, con muestras ostensibles de cojera y cuya ausencia de casta le impide hacer esfuerzo alguno por embestir, es la “falta de transmisión”,

el oráculo a cargo del programa afirme enfáticamente que un toro no pertenece a determinado encaste, digamos “Atanasio”, para después, cuando el ganadero haya sostenido que se trata de un Atanasio puro -como todo el mundo vio por otra parte- su comentario sea solamente “¡Qué listo!”, como si detrás de la aclaración que lo dejó en evidencia como un ignorante hubiera una doble intención que el resto de nosotros, pobres aprendices, no estamos en condiciones de detectar,

que la misma persona que comete tantos errores tenga todavía la desfachatez de iniciar frases con “pues, mire usted, no...” como si no solamente tuviera repajolera idea de lo que está hablando sino que es una autoridad en el tema.

Si alguien ha reconocido los síntomas en algunas de las retransmisiones que le han tocado padecer, comprenderá el grado de surrealismo en el que se debate parte de la prensa taurina actual y la situación de indefensión en que se encuentran los que se dejan influenciar por esa desvergüenza y aquellos que hacen lo posible por sacarlos de su error. Claro que la contienda es ardua. ¿Cómo va a tener uno razón, si lo otro lo han dicho en la tele? ¿Y cómo convencerlos de que la ópera también tiene otra lectura, si se han reído tanto con los Hermanos Marx?

¿Cómo hemos llegado a esto?

El toreo ha pasado por múltiples etapas en su historia que lo han ido modificando, para bien y para mal, hasta dejarlo convertido en esto que tenemos ahora. Si bien es producto de una concatenación de elementos promovidos por los profesionales del toreo, mucho podría evitarse si aquellos que pagan su entrada y los que tienen la obligación profesional de denunciar irregularidades hicieran un frente común para rechazar lo que les pretenden vender como legítimo.

Después de la muerte de Alfonso Navalón, un enemigo le dedicó una necrología, redactada a insultos, que llevaba por título “¿Para qué tantos años de crítica regeneracionista e integrista?” Resistiremos la tentación de comentar siquiera el título, aunque los términos “regeneracionista” e “integrista” dan para mucho, y nos concentraremos solamente en la pregunta y las razones esgrimidas por el autor para hacerla.

El injurioso artículo hace referencia a la actividad periodística desarrollada durante años por Joaquín Vidal, Alfonso Navalón y Vicente Zabala, aprovechando la circunstancia de que los tres ya estaban muertos en el momento en que lo escribió, preguntándose si había tenido algún efecto en la fiesta. Para rebatir en detalle tendría que pasar por releer el artículo y sinceramente el cuerpo no da para tanto, pero en líneas generales la única conclusión lógica tiene que ser que, sin la prensa incorruptible e informada que el crítico pretende desacreditar, la corrida se ha transformado en lo que vemos actualmente. Una suerte de varas en extinción, toros claudicantes, toreros sin recursos, aburrimiento y rabia.

Decíamos que no nos detendríamos en el concepto de toreo que se le atribuía a los críticos aludidos, contando al Zabala de su primera época, para evitar tener que comentar los desprestigiados tópicos del “toro de Madrid: grande, ande o no ande” o del presunto elogio de “la lidia utópica estilo tentadero” que supuestamente se exigía (la que supongo que se referirá a las veces que va la res al caballo, porque no me imagino un tentadero con toreros macheteando por bajo a vaquillas mansas pregonadas. Posiblemente se haya confundido “tentadero” con “capea”) pero habría que recordar que, mientras la prensa ejercía su función fiscalizadora de la dignidad de la fiesta, los toros iban tres veces al caballo, la manipulación de las astas, especialmente en plazas de primera era denunciada y rechazada tanto por la prensa como por el público, y los intentos de engaño de parte de los toreros eran descubiertos a tiempo por un sector de público informado que todavía no era el rehén de una turbamulta, tan indocumentada como deliberante, dispuesta a defender con violencia su derecho a ver una fiesta adulterada.

Si eso le tenemos que agradecer a la crítica “regeneracionista” e “integrista”, ya han cumplido con su apostolado y se han ganado un lugar en el corazón de los aficionados.

Desde entonces las cosas han ido cuesta abajo y convendría analizar por qué. El público que va a los toros tiene que adquirir los conocimientos de algún sitio, a pesar que la tauromaquia parece ser el único arte en el que la sabiduría llega como por arte de magia no bien deposita uno el trasero en el tendido. Antes a Joaquín Vidal lo leía todo el mundo, profesionales y aficionados, taurinos y antitaurinos. Unos para aprender, otros para denostarlo y otros simplemente para disfrutar de la “excelente literatura” que describió el tan erudito como vitriólico antitaurino Manuel Vicent en su artículo publicado después de la muerte de Vidal.


Ahora, los medios que dan cabida a las corridas de toros están en su gran mayoría en manos de periodistas que se han adecuado a los tiempos por una razón u otra, pero sería desproporcionado atribuir a la prensa escrita (cada vez más escasa en el tema de toros), a las revistas financiadas por los propios toreros, ganaderos y empresarios (cada vez más desprestigiadas) o a los portales, ya no financiados sino propiedad de ganaderos, la responsabilidad por la desinformación del público. No parece que su convocatoria sea tan grande como para tener tal grado de influencia. Tampoco la bienvenida contrapartida actual que componen algunos programas de radio, con buenos aficionados a cargo de programas taurinos, parece cambiar demasiado el panorama para bien, especialmente porque se emiten a altas horas de la madrugada por lo que ni siquiera auténticos aficionados están muchas veces en condiciones de seguirlos sin tener que ajustar su reloj biológico.

Queda, pues, el gran medio de masas, la televisión; las imágenes comentadas por expertos –que tendrán que serlo, o no estarían en la tele, supondrá uno- que saquen de su ignorancia a quienes no tienen sino un concepto general y ambiguo de la tauromaquia y están ávidos de devorar los conocimientos de la cátedra. Y aquí nos topamos con el temido carcinoma.

El hecho que uno se sorprenda a veces echando en falta a Gordillo, a Carabias o al mismísimo Matías Prats, da una idea de la situación en que nos encontramos. Tanto los programas como las retransmisiones televisivas actuales, provengan de donde provengan, están presididas por indisimuladas campañas de adulación o delirantes manifestaciones de ignorancia. Y, obviamente, lo que los menos enterados escuchan como comentario a algo que desconocen, queda como artículo de fe para ser defendido en el tendido cuando el vecino está haciendo oír palmas de tango.

Es mucho lo que se puede y se debe decir sobre esa abierta campaña de desinformación llevada a cabo por las televisiones, por lo que un intento de análisis rebasa los límites de este comentario, pero ya tomaremos un ejemplo para ilustrar el escándalo en el que nos vemos envueltos y que nos puede llevar a tener que despedirnos de todavía más de lo que nos han quitado de nuestra pobre fiesta. Mientras tanto, sigámonos aferrando a los recursos a disposición de los aficionados, como esta página en la que me hacen el honor de publicar mis comentarios, haciendo votos para que no sean realmente el último bastión de la lucha contra el fraude sin el comienzo de una reivindicación de la verdad en los medios taurinos.

Alberos, Clarines y esperanzas


Las páginas de los aficionados en Internet han significado un aporte fundamental para contrarrestar los embates del taurinismo profesional y sus plumarios. Escuchar las voces no comprometidas significó una ráfaga de aire fresco ante los machacones intentos del periodismo oficialista por vender una fiesta adulterada que les permita mayores ingresos con menores riesgos. Son muchos los foros y blogs referenciales que surgieron y que daban una visión de aficionado ante los abusos. Por cierto que muchos ya han sido calificados de negativos o de intransigentes, pero la sufrida afición ya está acostumbrada a esas confusiones tendenciosas de causa y efecto y lo ha tomado con filosofía.

Si bien esa constelación ha sido bienvenida y beneficiosa, constituía hasta hace poco sólo un triunfo parcial ante los poderes establecidos; una suerte de oposición extraparlamentaria. Los poderosos seguían ocupando los medios de comunicación más importantes y la réplica de la afición tenía para ellos solamente las características bullangueras de unas palmas de tango.

Además, los medios no escritos no habían gozado hasta ahora de esa alternativa. Los pocos periodistas radiales serios, auténticos aficionados y conocedores, han desarrollado su meritísima tarea contra corriente, sufriendo las amenazas y las extorsiones de los dueños del negocio, y que haya habido quienes no han sucumbido a las presiones es digno de mencionarse. Sin embargo se trata de los menos y su tarea no ha sido todo lo divulgada que debiera porque a los poderosos no les interesa.

El nombramiento de Rafael Cabrera Bonet para hacerse cargo del programa taurino de la COPE, borró de un plumazo la tradición de la sumisión a los poderes fácticos en la elección de los comentaristas. El Albero se ha convertido en un referente de aficionados, sin perder la apertura a todas las opiniones, sin transformarse en un refugio del “integrismo”, como suele llamar el taurinismo a la comprensible aspiración de los aficionados de que no le roben la cartera, pero sin claudicar tampoco de los principios básicos sobre los que se sostiene la tauromaquia.

La diversidad es auténticamente refrescante. Después de un crítico editorial de Rafael Cabrera, en el que denuncia lo que haya que denunciar, es perfectamente posible escuchar la entrevista a un ganadero estrella o a una figura del toreo, sin acritud, sin pretender polémicas fáciles, solamente con un ánimo informativo. Así es el toreo, abierto a todas las opiniones y tendencias, pero dentro de los parámetros básicos aceptables. Y para eso está El Albero actual, para decirnos cuáles son.

A este esperanzador panorama se suma la designación del doctor Adolfo Rodríguez Montesinos, veterinario, periodista, escritor, ganadero y, antes que nada, aficionado, como el director del programa taurino “Clarín” de Radio Nacional de España. Tenemos que esperar a ver su gestión, porque esto de meterse a profetas es muy peligroso, pero los aprontes son altamente optimistas. Con su presencia se constituye un eje importantísimo de la información taurina, ahora que hace tanta falta.

Lo único que debiera mejorarse son los horarios. Es realmente absurdo que el único programa de radio de una cadena dedicado a un espectáculo popular, como es el caso de El Albero, sea emitido a las tantas de la madrugada, aunque sea posible escucharlo en diferido por Internet. Esto responde, mucho nos tememos, a una tendencia por esconder la cabeza como los avestruces ante la evidencia de la existencia de una audiencia de toros, interesada por informarse y aprender.

“Clarín”, emitido a las once de la noche, es coherente pero no sabemos cuánto permanecerá en ese horario. Recordemos que salía al aire a una hora perfectamente lógica mientras lo tenían en sus manos quienes mantenían las mejores relaciones con el orden establecido. Ahora que seguramente lo que se oiga no sea del agrado de muchos defensores del ocaso de la fiesta, veremos cómo se reacciona.

Pero no es el momento del derrotismo sino de la esperanza. Bienvenidos los aficionados a los medios de comunicación y esperemos que su labor aporte tanto como ellos desean a la reivindicación de nuestra fiesta.

Vamos a serenarnos


El regreso de José Tomás estuvo muy mal planteado desde un comienzo, al punto de estar consiguiendo actualmente dividir a la afición. En primer lugar se pretendió dar la idea de que la reaparición del torero tenía el propósito de insuflar nueva vida a una fiesta desfalleciente, ya sea en Barcelona o en general, y bajo esos parámetros se intentó convencer a la gente que recuperar la tauromaquia es llenar las plazas y despertar pasiones.

Para ello se incurrió en un show mediático sustentado en apoyos de personalidades que poco o nada tienen que ver con el mundo del toreo pero que consideraron políticamente correcto poner su nombre para apoyar la iniciativa y, además, a los que no les vino mal subirse a un carro publicitario masivo y gratuito para ayudar a levantar la propia imagen. A algunos les salió la jugada distinta de lo que habían esperado pero la retórica da para mucho y después de cualquier explicación, coherente o no, los estadios se seguirán llenando y los CDs se seguirán vendiendo.

Paradójicamente, sin embargo, llenar las plazas y despertar pasiones no es suficiente para rescatar la fiesta. Las plazas se llenaron suficientemente en los años sesenta y las aficiones llegaron al paroxismo por toreros mediáticos, y si no hubiera sido por la actuación de cierta prensa incorruptible y por una afición sólida e informada, el fenómeno de toreros como El Cordobés habría acabado con la tauromaquia como la conocemos y habría dejado en su lugar el sucedáneo indigno que practicaba.

El problema de la tauromaquia actual no es económico, ni adolece el público en los tendidos de falta de entusiasmo ni de falta de ganas de opinar, sepa o no de lo que está hablando. El problema actual es conseguir recuperar una fiesta íntegra, justa y auténtica, como reza en los principios del Manifiesto de los aficionados, y la vuelta de José Tomás no ha conseguido dar un paso en ese sentido.

Como si esto fuera poco, el fenómeno ha chocado con la intransigencia de todas las partes. Por un lado están los seguidores del torero, que se aficionaron a él, y con justa razón, cuando recién llegó a los ruedos haciendo algo enteramente distinto a lo que nos está ofreciendo ahora, pero sin haber perdido el aura que parece ser el punto más importante de convocatoria entre sus partidarios.

Las acusaciones surgidas de diferentes sectores de la afición en relación con lo poco –o quizás demasiado- selectivo de las corridas que torea, la falta de seriedad de los toros lidiados y de algunas de las plazas en que actúa, especialmente si esa seriedad se ve influenciada por la legión itinerante de idólatras que acompaña al diestro, y la ausencia de recursos que ha demostrado a su regreso, han sido recibidas por los entusiastas partidarios como un verdadero sacrilegio, como la ruptura del Dogma, como el agravio de la Doctrina.

Los detractores circunstanciales del torero han sido objeto de desprecio por su incapacidad de ver lo que no se ve con los ojos de la objetividad, o bien han sido blanco de los más violentos ataques por querer quitarle divinidad a lo que, hasta hace poco, no era más que un espectáculo terreno.

Los vídeos publicados en Youtube respecto a José Tomás, que podrán ser criticados porque, al igual que el arte mismo, todo se puede ver desde distintos puntos de vista, han despertado reacciones comparables con las de las caricaturas de Mahoma. La sola mención a las deficiencias del ídolo es tomada como la culpable desviación de un herético y se acusa a quienes plantean sus disensiones de ser los causantes del conflicto cuando, en realidad, la raíz del problema está en las actuaciones de José Tomás y la forma en que se ha montado su retorno.

Ante esa intransigencia se plantea la de los aficionados críticos; aquella imprescindible incapacidad de transar cuando se trata de la integridad del toro de lidia y la vergüenza torera de los actuantes; esa tozudez que ha conseguido que, por lo menos en Madrid, el espectáculo no haya tocado fondo y que la ha llevado a plantar cara, desde su situación heroica y minoritaria, a cuanto ataque le ha sido dirigido por quienes quieren otra fiesta. Esa intransigencia, a la que yo me apunto sin paliativos, que ha llevado a reducir el círculo desde hace ya décadas hasta llegar a la condición del autobús actual.

Ahora los frentes están definidos y yo creo que corresponde serenarnos y tratar de mirar la situación con una cierta distancia y, sin perder la bienvenida pasión que es consustancial a la afición, tener la suficiente frialdad para reconocerla y guiarla con nuestro intelecto, de modo que no nos lleve, por encandilamientos fugaces, a claudicar de los principios que se defendieron siempre. Es de esperar que lo que comenzó como una posible esperanza para todos los que, a estas alturas, nos agarramos al primer clavo ardiente que encontremos, no conduzca a una nueva escisión y cualquier aporte bienintencionado al diálogo, a la información y a la educación taurina, debe ser bienvenido.

Sopa de Ganso

"¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?"
CHICO MARX
Diálogo de la película “Sopa de Ganso”



Barriendo un poco para dentro y movido por la amistad que me une con el dueño y administrador de este portal, Juan Antonio Hernández, me permito comenzar manifestando mi reconocimiento y admiración por su labor de esclarecimiento en una época en que la información y la educación en el campo de la tauromaquia han sido reemplazadas por las manifestaciones de fervor simplista, sin fundamento teórico ni base histórica. Es la cultura de las orejas y de los indultos. Es el “divertirse” a toda costa con un espectáculo que, si no se entienden sus rudimentos, pues se inventan y todo el mundo contento. Y aquellos que efectivamente aprendieron en qué consistía el arte de torear antes de entrar a la plaza de toros y mucho antes de abrir la boca en un tendido, son tomados por los aguafiestas pesados que no quieren que los toreros triunfen ni que la gente lo pase bien.

El fenómeno no es nuevo pero en nuestros días ha tomado visos preocupantes por razones estadísticas. Antiguamente, y no digo hace siglos sino hace algunos años, la plaza se dividía en los aficionados, siempre minoritarios pero con una presencia tangible, y el resto del público. Éstos podían ser espectadores de aluvión, japoneses o abonados de toda la vida que todavía no entendían en qué consistía el espectáculo porque no tenían más interés en él que pasarse las dos horas mirando la corrida, conversando con el vecino o pidiendo orejas según fuera el caso, pero que no constituían un fenómeno especialmente agresivo y que podían incluso llegar a ser lo suficientemente maleables como para cerrar filas con los entendidos.

Entre este grupo, sin embargo, tampoco faltaban quienes, sin haber leído una sola línea sobre toreo, sin haber hablado ni un minuto con alguien que sepa y sin preocuparse del obvio inconveniente que significa pretender opinar sobre algo de lo que no se tiene ninguna información, no tenían problema en expresar sus opiniones y manifestarse como cualquier aficionado veterano. Incluso hasta el punto de contradecir a los aficionados expertos y pretender echarlos de la plaza.

Si bien la situación era incómoda, especialmente por lo absurda, la correlación de fuerzas todavía era relativamente equilibrada. Y si bien la presencia de ignorantes opinantes podía llegar a provocar situaciones ilógicas incluso en la primera plaza del mundo, el destino de la tauromaquia todavía no peligraba. Un ejemplo de dicha realidad se puede extraer de una estupenda crítica de Joaquín Vidal de la actuación del torero mexicano Mariano Ramos en la Feria de San Isidro de 1993:

Mariano Ramos cuadró al toro agresor, parte del público le abroncó por eso y hubo de dar unos derechazos. Hay quienes asientan sus posaderas por primera vez en una plaza de toros y, porque pagan -o de eso presumen - ya se creen con derecho a trastocar la fiesta, incluidas su técnica, sus valores y sus tradiciones, que le vienen de siglos. "Hemos pagado y tenemos derecho a ver la faena", se oyó comentar en el tendido. Nunca un torero habría tenido el mal gusto -y peor gesto- de intentar lucirse con un toro que acababa de herir a un compañero, y al escuchar las protestas cuando iba a montar la espada, a Mariano Ramos se le vio en la cara la expresión de la perplejidad.

Lo que ocurre en la actualidad es más complicado. Los aficionados son cada vez menos y su presencia en las plazas es cada vez más contestada, incluso con el uso de la fuerza por parte de círculos allegados a los toreros. Por otro lado, y esto es lo más grave, se está produciendo una suerte de obnubilación en algunos sectores de aficionados tradicionalmente competentes que los hace ver las cosas con las gafas rosáceas del apasionamiento.

Una de las labores más señaladas llevadas a cabo por Juan Antonio, de entre las muchas que debemos agradecerle en defensa de la fiesta, está la publicación de fotografías de las corridas a las que ha asistido; documentos descarnados y veraces de una realidad que no se encuentra en los medios que viven de los que debieran juzgar y criticar. En su gran mayoría los aficionados han recibido con entusiasmo y gratitud los esfuerzos por denunciar determinadas prácticas y quitarle la mística a quienes las ejercen, pero hubo algunos que no estuvieron dispuestos a abrir los ojos a una realidad adversa y calificaron de manipulación lo que no era sino un muestrario de hechos concretos. Hubo hasta algunos temerarios que hablaron de “mentiras”.

Se podrá argumentar que las fotos fijas no revelan las verdaderas características de un espectáculo lineal y de movimientos como el toreo, pero ese nunca fue el propósito. Se trataba solamente de graficar lo planteado en la crónica con el ejemplo de una foto fija. Ahora, como si faltara algo, han aparecido vídeos en internet, cuya autoría me consta que no es de Juan Antonio, en los que se muestra lo mismo pero en movimiento. Cualquiera podría decir que con eso los escépticos tendrían que haber reconocido que tal vez su torero es capaz de equivocarse, por muy santificado que lo tengan, pero no. Ahora la manipulación está en la elección de las faenas.

Un vídeo, por ejemplo, que revela las trampas de José Tomás fue tomado de la grabación hecha y publicada en Youtube por un aficionado partidario del torero. Ambos pueden verse en el mismo lugar para comparar. Lo que pasa es que uno va acompañado de música alusiva y loas escritas, a las que se suman las de los comentaristas, y el otro se detiene en la demistificación del místico con argumentos irrebatibles por lo evidentes.

Pero, por lo visto, no hay forma. Hay que regresar a “Sopa de Ganso”, cuando la inigualable Margaret Dumond increpaba a Chico Marx determinada actuación que él negaba, diciéndole que lo había visto hacerlo con sus propios ojos, a lo que el genial pianista con acento italiano de los Hermanos Marx respondía con la inmortal frase: "¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?"

A por eeelloooos, ooooeee


Durante la pasada Feria de San Isidro de Madrid, un comentarista de televisión tuvo la poco afortunada idea de atribuir a los aficionados una suerte de animosidad recalcitrante contra las figuras del toreo o, en su defecto, contra los toreros famosos. Acompañó su folclórica reseña, colorido como es él, con uno de los tradicionales cánticos de los estadios de fútbol que da título a este comentario. Ya hablaremos de este señor en el futuro pero a mí se me ha quedado el estribillo dando vuelta en la cabeza porque en el último tiempo he tenido la inquietante sensación de que es a los aficionados a los que nos están dando por todos lados. Creo que no ha llegado a un nivel de fijación paranoica, y antes de que llegue a eso me gustaría analizar un poco la situación a la que me refiero.

Los enemigos tradicionales de los aficionados son los antitaurinos y los taurinos. Lo de los antitaurinos está claro, pero por si pudiera parecer una contradicción para lectores menos entrenados, convendría precisar que la acepción “taurino” se refiere en este caso a aquellos que viven de la tauromaquia y a quienes desagrada que un grupo de gente que no hace otra cosa que pagar religiosamente su entrada y amar la fiesta se dedique a chafarles el negocio con majaderías como el respeto por el Reglamento, la exigencia del toro íntegro o la vergüenza, valor, técnica y arte de los actuantes.

Como la fiesta de toros es un negocio, la intención primordial de quienes lo llevan es la de ganar dinero y atraer clientela. Eso es normal. Esto hace que los empresarios se preocupen de que aquellos a quienes contratan tengan tirón publicitario para llenar las plazas, y que toreros y apoderados hagan lo posible porque las plazas se llenen cada vez más de público afín, cuya única intención sea divertirse y que no ponga peros a los intentos de los matadores de tener la tarde lo más apacible que puedan, haciendo lo que saben, y triunfar sin que haya un toro en el ruedo que les pueda poner en dificultades.

Como no cuesta nada encontrar gente dispuesta a participar en ese tipo de simulacro, sea consciente o inconscientemente, no es de extrañar que la campaña para la eliminación de esa minoría que todavía cree en el espectáculo del arte y del valor esté cada vez más vigente y tenga muchos representantes que van desde los directamente interesados a los ignorantes integrales que están sometidos a un engaño que no pueden detectar pero que igual aplauden a los que lo perpetran e insultan a los que lo denuncian. Como colofón a dicha campaña está la prensa del movimiento, dispuesta a hacerle el juego a los falsificadores, entre otros con el cantito aquel de los estadios, por poner un ejemplo.

Ya con eso los aficionados tenemos bastante con qué entretenernos pero, como si esto fuera poco, ha surgido recientemente una nueva corriente, igualmente descontenta con las voces críticas, que se ha dedicado, tal vez sin querer o sin darse cuenta, a reivindicar el toreo comercial y su ausencia de valores, simplemente porque su torero está militando actualmente en esas huestes. Curioso fenómeno el de un artista al que se ha glorificado y al que se sigue admirando después de haber claudicado de todas las virtudes por las cuales nos emocionó, pero a veces ocurren estas cosas cuando la veneración sobrepasa las fronteras del raciocinio.

Resulta sorprendente, por ejemplo, que excelentes aficionados, y digo verdaderos aficionados, no esa trouppe de jaleadores que acompaña a José Tomás por toda España y no tiene puñetera idea de toros, aunque haga público su desconocimiento con exquisito estilo, nos reproche que acusemos de falta de recursos a su torero porque pasa por los aires, pretendiendo recordarnos que los aficionados abogamos por la presencia de “héroes” en el ruedo. No es así, ni nunca ha sido así. Han sido los taurinos que, para justificar ganado indecoroso e inofensivo, tullido y afeitado, encaran a los aficionados preguntándonos si queremos que lo mate el toro, cuando lo que queremos es simplemente que tenga un enemigo delante, porque en eso consiste la fiesta. No es un héroe el que necesitamos sino un torero.

Valga la aclaración que, de todos modos, para mí todos los toreros son héroes y mi respeto va hacia ellos desde el momento que hacen el paseíllo, porque yo no estaría en condiciones de pararme delante de un animal con cuernos. Pero claro, me ocurre lo mismo con los extraterrestres. Para mí todo lo que veo en el cielo son ovnis porque mis conocimientos de aeronáutica son auténticamente nulos y cualquier vehículo volante ordinario puedo tranquilamente confundirlo con la nave de visitantes de Marte. Pero un ingeniero aeronáutico no tiene ese problema así como un torero tampoco lo tiene (o lo debiera tener) para enfrentarse a un toro, sin ser un héroe sino solamente un profesional.

Son muchas las variantes tendentes, de una manera o de otra, a echar a los aficionados de las plazas. Entre otras, está la de reprocharnos el ir a plazas de segunda y de tercera a sabiendas que veremos un espectáculo que no aprobamos. Pues bien, en primer lugar, para ver a José Tomás, sea uno aficionado o no, hay que ir a plazas de segunda o de tercera porque el diestro no se aparece por otras. Por favor, no mencionar Barcelona porque estamos hablando en serio. Además, las exigencias de los aficionados son coherentes con las posibilidades y las expectativas. La afición de Madrid, por poner un caso, jamás pitará a un novillero o a un torero que torea dos corridas al año con la vehemencia con que reprocha a una figura su falta de profesionalidad. No porque odie a las figuras sino porque se les exige más, por experiencia y, por qué no decirlo, por honorarios. Antes los toreros decían, como motivo de orgullo, que en Madrid se les exigía. Ahora se quejan de eso.

Si un aficionado de Madrid o de San Sebastián va a una plaza de tercera, sabe que las exigencias de trapío son distintas a las que acostumbra a ver y se prepara para presenciar el espectáculo en esa versión. Exactamente igual que los aficionados que viven en la ciudad donde la plaza es de tercera, que no lo son menos por ser abonados a una feria de cinco corridas, entre otras cosas porque pagan una fortuna (más que en Madrid) y los carteles están compuestos por toreros que llegan cobrando una millonada y que encabezan el escalafón. Si sobre la base de esas expectativas, el ganado que salta al ruedo es indigno, ahí ha llegado el momento y la obligación de protestar, como lo hacen también los aficionados del lugar, que los hay y muy buenos.

Precisamente, hace pocos días en Calahorra, una banda de mamporreros de Rivera Ordóñez agredió a un grupo de aficionados locales que protestaba por las condiciones del ganado y por la actuación del torero. No eran aficionados de Madrid, eran de Calahorra, pero exigían exactamente lo mismo, primero porque están en su derecho y además porque saben qué es lo que se debe exigir. Y estoy seguro que cuando pase José Tomás por Calahorra, no valdrán revolcones, ni palizones, ni trances místicos porque protestarán que toree ganado indecoroso igual que sucede en Madrid.

Conminar a esos aficionados para que no vayan a los toros cuando sepan que no va a salir lo que esperan es claudicar definitivamente, porque tal como ocurre en Calahorra también puede ocurrir en Madrid. Pero no preocuparse. Por mucho que se unan involuntariamente los sectores más disímiles para acallar la protesta, la afición no le dejará el campo a los estafadores, ni aunque los intenten echar a hostias, ni aunque les recomienden que dejen sus exigencias para otra oportunidad en que en el ruedo no se esté produciendo un éxtasis esotérico con voltereta incluida.

El hecho que se estén produciendo algunas coincidencias algo inquietantes entre el discurso de los taurinos y el de los aficionados místicos, como la de acusar a los aficionados terráqueos de ser seguidores ciegos de Navalón, (quien cometió el sacrilegio una vez de asegurar que José Tomás no sabía torear), con lo que nos desconocen la facultad de discernir por nosotros mismos y nos relegan a la posición del loro repetidor de máximas, hace que la pregunta de cuántos somos se vuelva a plantear de forma cada vez más acuciante, y hace falta mucho amor por la fiesta para seguir en la pelea, que no debiera serla porque se trata de una afición, intentando salvar lo poco que nos queda.

De revolucionarios y revulsivos


Sin intentar embarcarnos en una reseña histórica, ni siquiera somera, de una especialidad de tantas facetas y de tan difícil interpretación como el toreo, se podría afirmar que algunas de las variaciones cíclicas de la tauromaquia han estado marcadas por la llegada de revolucionarios que, ya sea modificando o adaptando antiguas técnicas, han hecho que la afición se fije, se asombre, se indigne, se polarice o por lo menos se disponga a disfrutar o sufrir, según sea el caso, la llegada de una nueva exégesis del arte del toreo. El ejemplo más a mano y más significativo de tauromaquia clásica, como hoy la conocemos, es la llegada, a quedarse quieto y a cambiar la dirección del viaje del toro, de Juan Belmonte. Los hay ilustrísimos anteriores pero ya hemos dicho que no se trata de hacer un análisis histórico sino un recuento superficial de algunas de las etapas que nos ha tocado vivir en las últimas décadas.

De ahí en adelante, aquellos considerados como revolucionarios fueron dejando legados cada vez más dudosos y ofreciendo explicaciones cada vez menos concluyentes de sus cualidades, pero su aporte contribuyó a llamar la atención de la fiesta en momentos de decaimiento o de crisis, aun cuando lo que dejaban en el ruedo poco tenía que ver con los cánones imprescindibles. Una revolución no solamente debe ser un quiebre de valores obsoletos sino una reconstrucción y un renacimiento basado en el respeto a la tradición. A pesar de todas las manifiestas carencias, los revolucionarios despertaron pasiones que incluso trascendían más allá de la propia afición y devenían en una verdadera fascinación. Nada que objetar. La fiesta de toros es un espectáculo de pasiones y mientras estas subsistan no debemos preocuparnos por su ocaso inmediato, en lo que se refiere a su mera permanencia.

La aparición de revolucionaros devolvió el público a las plazas y eso también es bueno. Es importante despertar la atención y luego ver cómo se canaliza, aunque para esto se necesitan condiciones que en los tiempos de los que hablamos existían más que en los actuales, ya que estaban marcados por los contrastes y las contrapartidas. Si bien Manolete trajo el toreo vertical y perpendicular, el afeitado descarado, el fraude del alivio que iba desde la selección de ganado menos ofensivo al uso fraudulento del estoque de mentiras, todas esas circunstancias todavía tenían un contrapeso en ganaderías no claudicantes, a pesar de su escasez de trapío, y en toreros capaces de enfrentarse a ellas.

El siguiente representante de un califato cada vez más devaluado hasta el punto de carecer ya de significación, llenó los cosos, llevando la deshonestidad por bandera (no lo digo en el terreno personal sino exclusivamente en el taurino), toreando becerros afeitados y apelando a todas las bajas pasiones para conseguir trofeos, entre ellas la de “dejarse matar”, lo que, como demostró Islero décadas antes, es posible hasta con un toro afeitado dos veces. Sin duda que requiere valor el salir al ruedo sin tener idea lo que va a ocurrir pero con el firme propósito de triunfar y dispuesto a inmolarse, en este caso por no tener otra opción mejor, aunque sea ante toros de menor fuste que los lidiados por otros compañeros de escalafón con más técnica pero con menos prensa y menos pasiones de masas.

Pero frente a la tauromaquia de la verticalidad, de la suerte descargada, del toreo hacia fuera y del abuso indiscriminado de animalillos indecorosos, había otra, no en el mismo cartel, claro está, que ofrecía los principios tradicionales del arte, y también tenía su público. Además, los tiempos contaban con críticos como Navalón, por nombrar a uno entre varios, que plantaron cara al fraude y contribuyeron a crear conciencia, entre quienes no estaban obnubilados, acerca del camino que estaba tomando la fiesta.

Ahora bien, la semilla de la verticalidad y del arrimón ya estaba sembrada y la recogió el siguiente revolucionario para movilizar huestes de apologetas que lo consagraban como el gran maestro de la torería contemporánea. Paco Ojeda llegó poniéndose en “el sitio donde no se ponía nadie” “acortando distancias” y “atropellando la razón”. El arte del maestro del arrimón se desvaneció en el mismo momento en que se cortó la coleta y su nombre quedó plasmado en poco más que en los aduladores escritos de plumarios interesados. Eso sí, la táctica de pararse donde el toro no le veía fue adoptada por algunos de sus colegas más jóvenes, los que utilizaron el truco con menos personalidad y menos poder que el titular de la causa y por ello su efecto fue menor. Además, la emulación solamente es positiva y justificable en la tauromaquia clásica, pero cuando se trata de trucos se transforma en simple imitación.

Paralelamente a esas corrientes renovadoras –las renovaciones no siempre tienen que ser positivas- la fiesta ha vivido apariciones y reapariciones de toreros que se han transformado en revulsivos que han hecho reverdecer esperanzas en un renacimiento de la tauromaquia tradicional, la de verdad. Cuando Antoñete volvió de Venezuela y salió al ruedo a dar distancia a los toros, a entender los terrenos, a parar, a templar y a mandar, el cielo de la afición se abrió y apareció un sol deslumbrante, a pesar que lo que hacía el maestro no era más que torear, simple y llanamente. La tan manida “difícil facilidad”.

La misma que mostró un torero bogotano innominado cuando llegó a Las Ventas haciendo el toreo y tuvieron que abrirle cuatro veces seguidas la puerta grande. No hizo más que torear. No anduvo a revolcones ni a gestas con ganado morucho; no tuvo la traca publicitaria, ni la atracción del morbo, ni las exaltaciones líricas de ignaros rapsodas. La mayoría de los espectadores no tenía muy claro lo que estaban viendo pero cuando el arte se produce en toda su pureza las explicaciones sobran. Solamente vuelven a ser necesarias cuando el toreo de la farsa es interpretado como la quintaesencia de la tauromaquia, que es lo que tememos que sea lo que ocurre actualmente.

Los golpes y las privaciones han hecho que los aficionados nos estamos poniendo modestos en nuestra lista para los reyes. No queremos mitos, ni revolucionarios, ni fenómenos. Queremos toreros. Toreros que toreen toros. Nada más.

La Educación Urgente

Preguntaréis ¿por qué su poesía no nos habla del sueño, de las
hojas, de los grandes volcanes de su país natal?

PABLO NERUDA

Dicen los sabios que es feliz, no aquel que tiene mucho, sino aquel que tiene lo que necesita. Seguramente es verdad, pero también hay que tener en cuenta que las necesidades varían y que no se pueden aplicar el teorema con la misma medida a todo el mundo. Por ejemplo, servidor es razonablemente feliz con sus medios que, sin ser éstos cuantiosos ni muchísimo menos, me permiten darme algunos gustos y perseguir algunas aficiones. Igualmente me puedo imaginar que si Donald Trump se encontrara alguna vez con que su cuenta bancaria tiene la liquidez actual de la mía se pegaría un tiro.

Es por eso que, si bien es difícil establecer pautas que contenten a todo el mundo, si se trata de bienes culturales de beneficio y goce comunes, convendría ponerse de acuerdo en determinados mínimos. Para llegar a ellos es imprescindible la información, y eso es algo que en un arte de las características de la tauromaquia actualmente no es un elemento demasiado recurrente, no solamente entre el público de aluvión sino también en espectadores relativamente asiduos.

Para empezar habría que comenzar estableciendo que el hecho que “el público se divierta” no otorga automáticamente legitimidad a ningún espectáculo y que las orejas no necesariamente son respetables porque “el público las pidió”. El desconocimiento de los rudimentos de la fiesta, promovido marrulleramente por los estamentos taurinos para hacer caja, ha hecho que actualmente las plazas de toros se dejen regir por una mayoría cada vez más vociferante, envalentonada por los medios de comunicación que necesitan de esa masa para pasar de matute su tauromaquia falsificada. Si bien, la fiesta siempre ha hecho gala de su condición democrática, y su respeto por el público soberano ha sido una de sus características tradicionales, el gobierno de los iletrados puede conducir a extremos o distorsiones que a la postre pueden resultar fatales.

El riesgo de hacer este tipo de disquisiciones es que uno aparezca jactándose de conocimientos o especializaciones que no le corresponden y, aunque así fuera, que sería presuntuoso sacar a relucir. Pero lo cierto es que la democracia indiscriminada no tiene aplicación cuando se trata de una forma de especialización que responde a leyes, principios y técnicas determinadas.

El arte del toreo tiene una lógica, una técnica y una tradición que hace que no sea demasiado difícil reconocer su validez, si aquel que lo evalúa tiene los conocimientos básicos de la teoría. Es mucho más sencillo que en otras especialidades no artísticas como, por ejemplo, la arquitectura o la medicina, y quizás sea por eso que la democracia no tiene cabida en esas otras actividades. Sería demencial que a un quirófano asistiera un público premunido de la libertad de elección, al que durante el desarrollo de la intervención quirúrgica se le preguntase, por poner un caso:


¿Qué piensa usted que el doctor López debe hacer con este paciente?
A: Una colecistectomía abierta.
B: Implantación de cardiodesfibrilador endocárdico abdominal con electrodo tunelizado a vena cefálica.
C: Afeitado y corte de pelo.

Por supuesto que una decisión no suficientemente informada trae en ese caso consecuencias mucho más graves que una salida a hombros, pero el principio es exactamente el mismo. La otra gran diferencia está en que la potestad del público soberano es un componente indisoluble de la tradición taurina, y nadie la pone en discusión, entre otras cosas porque sería seguir distorsionando la historia como lo vienen haciendo los taurinos desde hace ya bastante tiempo.

Es por eso que habría que llegar a un consenso que, partiendo de una información especialmente dirigida a entender la esencia del espectáculo para después poder opinar de todas sus ramificaciones, que son muchas y contradictorias a veces, pero que responden a un tronco común legítimo, nos lleven a tratar de conseguir un punto de felicidad que nos satisfaga a todos.

Lo malo de todo esto es que, en el caso del toreo, son los propios profesionales los que intentan convencer a la concurrencia menos ducha que lo que corresponde hacer es un lavado con teñido y permanente, mientras el paciente se muere. Es lo mismo que haría un cirujano venal e ignorante para tapar sus deficiencias y para que el propio público no le enrostre su incompetencia y le sugiera que se dedique a peluquero, profesión igualmente digna de todo respeto pero que va acompañada de un riesgo menor.

Y volvemos a la cuestión de siempre: la falta de información. La fiesta está como está por causa de la manipulación fraudulenta de la información de parte de los taurinos. Esa estafa, perpetrada en la mayoría de los medios escritos y en televisión, ha llevado a la aparición de un público desproporcionadamente opinante, para lo que le permiten sus escasos conocimientos, que ha pretendido, y muchas veces conseguido, neutralizar a quienes realmente aman el espectáculo en su pureza y además saben en qué consiste.

Las páginas de internet y los blogs de aficionados han venido a cubrir una carencia en ese sentido y forman algunos de los pocos contrapesos a la maquinaria propagandística oficial. Pero en esos mismos blogs se puede apreciar también, de vez en cuando, la ideología de aquellos programados para darse por satisfechos con lo que les venden por bueno.

Hace poco, en los comentarios de una publicación de un extraordinario aficionado, alguien se quejaba porque las tan indiscretas como veraces fotos de Juan Antonio Hernández revelaban solamente la parte negativa de lo ocurrido en el ruedo, y otro ofrecía la alternativa de ver las imágenes de la misma corrida publicadas en Mundotoro. A grandes rasgos, aquel grupo de los que son felices con lo que les dan sin preguntarse si realmente es lo que necesitan podría dividirse en tres categorías: los que son engañados porque no conocen nada mejor, los que se dejan engañar para amortizar el precio de la entrada y los que, conscientes o inconscientes de que son parte de un engaño, cierran filas con los embaucadores y se dedican a hacer proselitismo del mismo.

Los últimos son irredimibles, los segundos podrían llegar a ser convencidos de que no están amortizando nada sino que les están robando la cartera y los primeros son los que deben ser educados urgentemente porque de ellos depende en gran medida la continuidad de la fiesta. A ellos les corresponde evitar que la ignorancia termine por apoderarse del arte y que el paciente terminal en que se ha convertido la fiesta de toros sea trasladado al depósito de cadáveres, aunque sea luciendo una cabellera que no veas.

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Si a algo le podemos atribuir el mérito de la toma de conciencia acerca de la real situación de la Fiesta actual, sus problemas, sus posibles soluciones y, más importante de todo, la percepción de lo que debe ser, es a las participaciones de los aficionados en este controvertido, contradictorio y bendito universo del Internet.

Hasta hace algunos años, la representación de la afición estaba a cargo de estupendos periodistas, auténticos escritores taurinos, que llevaban la verdad de la tauromaquia a través de sus páginas, ante la desesperación de aquellos que no dudaban en querer mantener el negocio a costa de sacrificar la esencia del espectáculo; aquellos para los que la diversión estaba por encima de la autenticidad. El fenómeno sigue siendo conocido actualmente porque esa tendencia no ha cambiado entre los taurinos y sus servidores; la diferencia está en que entonces había algún contrapeso y no faltaba aquel espectador menos asiduo que, siguiendo las páginas de Joaquín Vidal o Alfonso Navalón, tomaba posiciones del lado de los que querían salvar la tauromaquia en su sustancia.

Por otra parte, la influencia de los aficionados en las plazas también era mayor, y no era inusual que más de algún espectador de aluvión se dejara influir por las bienintencionadas admoniciones de algún aficionado más veterano y más documentado, consiguiendo que se estableciera un equilibrio frente al ignorante triunfalismo.

Muertos Vidal y Navalón, con casi todos los medios de comunicación copados por periodistas afines a la “marcha de los tiempos”, interpretable como cada vez menos toros, cada vez menos emoción y cada vez más publicidad paralela, parecía como que la voz de los aficionados se iba a reducir a los frugales cuadernillos impresos cada varios meses, cuya modesta distribución era y es totalmente inconsecuente con su real importancia. Hasta que llegó la famosa web y todo cambió. Las páginas de aficionados, como ésta y otras, los foros de tauromaquia y los blogs, que se han convertido en el catalizador de la ideología de los aficionados, establecen un contrapeso monumental a la opinión oficial. Por una página comercial de toros, que vive del avisaje, de la propaganda de toreros y de la venta de jamones, hay varias páginas taurinas y blogs que los desmienten y denuncian, y que han conseguido una convocatoria quizás mayor que la de los medios taurinos oficiales.

Ya de varios sitios hemos notado que nos leen. Muchos son suficientemente discretos como para disimularlo y ninguno nos nombra, pero está claro que sus comentarios están directamente relacionados con los análisis publicados en los medios de los aficionados, y hasta se llega a constatar que, citándonos veladamente, están manifestando su acuerdo con lo que decimos. Bienvenido sea, aunque lo quieran hacer pasar como idea propia. Si de lo que se trata es de salvar la tauromaquia, y la única forma de hacerlo es recuperando al toro de lidia, la emoción, la suerte de varas y la tauromaquia con técnica, arte y cojones, todos aquellos que se sumen podrán presumir ante sus nietos que fueron parte de una campaña de salvamento de la fiesta cuando temía que se llegara a transformar en una parodia de lo que conocíamos.

Lo que sí debe quedar clarísimo es que la solución está en nuestras manos y que ningún elemento externo tiene ni tendrá participación alguna en el destino de la fiesta. Los antitaurinos, los que, curiosamente, también nos leen, harán bien en no alegrarse demasiado porque lo que se pretende instituir como sucedáneo de la tauromaquia que conocemos ahora no es menos “cruel” ni está destinado a la desaparición. Los únicos que desaparecerán, en caso que se imponga, son los aficionados de las plazas, pero la fiesta continuará. De nosotros depende que continúe con las características de arte y espectáculo que siempre tuvo, y las páginas de los aficionados están prestando una gran labor para conseguirlo.

Estamos solos.


Ya decíamos cuando comentábamos el retorno de José Tomás y su reaparición en Barcelona que no nos quedaba claro qué fiesta era la que se pretendía salvar. La iniciativa catalana para hacer volver al público a la plaza fue vista por muchos como un razonable intento por recuperar algo que se estaba perdiendo inexorablemente y muchos sostuvieron que cualquier esfuerzo por traer público a la Monumental y por poner la fiesta en el candelero, era loable y digno de apoyo.

Ante tanta euforia colectiva, respaldada por los estamentos más heterogéneos de la cultura y el arte, muchos de los cuales no tienen absolutamente ninguna afinidad o conocimiento de lo que realmente es la tauromaquia, surgieron las voces de los “reventadores” de siempre, incluso en estas páginas, manifestando sus dudas acerca de si lo que se quería salvar era la fiesta o el negocio.

Pues bien, la ideología del “todo vale” para promover la tauromaquia quedó en evidencia en la mediática corrida de Barcelona y más todavía durante las apariciones posteriores de José Tomás, especialmente la recientemente auspiciada por la misma Plataforma catalana para la defensa de la fiesta, en Ávila.

Ha quedado meridianamente claro para todo aquel que fundó alguna esperanza en que la sola presencia de un torero pudiera traer vientos nuevos a un espectáculo devaluado, que el camino seguido es, no solamente inoperante para la recuperación de los valores de siempre del arte del toreo, sino que representa un puntillazo más a la descordada fiesta. Puede que sea el bajonazo definitivo aunque la tauromaquia, y especialmente su afición, han demostrado una capacidad de supervivencia que los ha hecho superar las etapas más oscuras como la de la influencia de Manolete o la era de El Cordobés.

La diferencia es que en ambos casos había alternativas. Había toreros capaces de presentar una digna contrapartida al fraude, había toros para demostrar que la cabaña brava no estaba extinguida, había prensa honesta y documentada capaz de denunciar y enseñar y la afición en las plazas no estaba prácticamente anulada por la horda bullanguera que busca la diversión a través del “todo vale” y que todavía se ve respaldada por los comentarios de la prensa del día siguiente.

Ahora la afición está sola. Los pocos profesionales que podrían ponerse de su lado ven que cada vez es más difícil y más ocioso remar contra corriente. A todos ellos les va la supervivencia en esto y pocos, poquísimos, quieren ponerla en juego por salvar un espectáculo que nadie quiere, excepto los cuatro chiflados del autobús, esos a los que quieren echar de la plaza. Les sale más fácil y más rentable unirse al carro de los vencedores, aun a riesgo de que la fiesta vaya camino a su ocaso definitivo, porque la tauromaquia sin emoción, sin toro y, por ende, sin arte, no es sustentable ni justificable.

Eso lo saben los aficionados, y si lo supieran los antitaurinos estarían tranquilos esperando, sentados frente a su puerta, el paso del cadáver de la tauromaquia eterna. Si supieran a dónde están llevando los taurinos la dignidad de la fiesta y con qué irresponsabilidad se están jugando sus valores más elementales, dejarían de desnudarse frente a las plazas de toros, de enviar mensajes ofensivos a las páginas de aficionados y de preocuparse por el fin de la “crueldad”.

Les bastaría con darle tiempo a los mercaderes. La crueldad comienza ahora, con el abuso de animales disminuidos, con la ausencia de riesgo, salvo honrosísimas excepciones que están en el horrorizado recuerdo de todos en estos días, y con lo superfluo que significa la muerte del toro a estoque en este sucedáneo caricaturesco de un noble arte.

Estamos solos y ya no sé cuántos somos. No sé cuántos de los defensores de la pureza del espectáculo están dispuestos a luchar por salir de este túnel en el que nos hallamos; no sé cuántos estarán dispuestos a asistir a la presentación de un Manifiesto destinado a salvar la fiesta auténtica; no sé cuántos se habrán resignado y tendrán suficiente con lo que les dan, mientras les den motivo para departir con amigos y organizar guateques de fin de fiesta. Me lo pregunto sin afán de crítica alguna sino solamente por la curiosidad morbosa de calcular cuánto tiempo nos queda.

Salvar la Fiesta


La situación a la que muchas circunstancias han llevado a la fiesta de toros en los últimos años, el estado de desintegración en que se encuentra y la ausencia de toda brizna de luz al final del túnel, han hecho que muchos buenos aficionados hayan echado las campanas al vuelo por el retorno de un torero polémico, que llegó acabando con el cuadro y se fue por la puerta de atrás después de haber dejado una penosa sensación entre aquellos que habían cifrado sus esperanzas en él.

El regreso de José Tomás ha sido ampliamente analizado en este mismo portal en un estupendo artículo de Juan Antonio Hernández, que recomiendo fervientemente leer a todo aquel que no lo haya hecho. Después de hacerlo, seguramente los lectores notarán que este humilde aporte podrá ser repetitivo y en caso que no necesiten que les reiteren argumentos ya conocidos, les recomiendo que interrumpan la lectura. Si he decidido dar mis opiniones no ha sido con el propósito de ser original sino solamente de dejar constancia de sentimientos que posiblemente comparta con otros aficionados.

Yo soy uno de los que creen que para salvar la fiesta hace falta un revulsivo radical que la saque del despeñadero en la que se encuentra y la encarrile por los derroteros que nunca debió abandonar y, para ser sincero, no sé si, dadas las actuales condiciones, esa posibilidad tiene algún viso de éxito. Porque de lo que se trata actualmente no es de reemplazar un aspecto por otro sino de cambiar toda una maquinaria que se ha conjurado para mantener y desarrollar un espectáculo adulterado.

Concretamente, a mi juicio debe intentar conseguirse que los toros auténticamente de lidia no se queden en el campo porque los ganaderos no han sido capaces de venderlos ante la negativa de ponerse al frente de los toreros, todos los toreros, no solamente las figuras. El exigir “ganado de garantía” ya no es una prerrogativa de los maestros consagrados sino de cualquier novillero innominado.

Debe intentarse la formación de una generación de toreros que tengan la capacidad profesional necesaria para enfrentarse a toros auténticamente de lidia, poderles, torearles y cortarles las orejas, en lugar de quejarse plañideramente por las malas condiciones de un ganado que no ha hecho otra cosa que responder a su naturaleza de animal bravo, cuando se llegan a encontrar con toros que no vayan y vengan cual borregos.

Debe intentarse que la prensa termine con su astuta campaña de desinformación destinada, en algunos casos, a promover los productos de sus empleadores o de sus clientes, tanto ganaderos como toreros, actitud con la cual han conseguido “formar” casi una generación de espectadores desorientados en todo lo que signifique la esencia real de la fiesta, pero envalentonados con el apoyo de personajes en los cuales confían porque aparecen por la tele o publican latos artículos en revistas presuntamente especializadas. Son esos espectadores los orejeros que indultan, que desconocen los rudimentos de la fiesta y que todavía tienen la audacia de querer echar a los aficionados de las plazas.

Habría que ser demasiado iluso para pensar que solucionar todos estos puntos centrales, que además tienen una gran cantidad de ramificaciones que no hay espacio de comentar aquí, es una tarea viable. Sinceramente yo no lo creo aunque sigo propugnando que hay que salvar la Fiesta y apoyo toda iniciativa que lleve a ese propósito. Ahora bien, habría que aclarar qué fiesta queremos salvar. El regreso de José Tomás ha promovido, debo reconocer que para mi sorpresa, una ola de reacciones de parte de estupendos aficionados que parecen todavía cifrar esperanzas en el hecho que el acontecimiento represente un espaldarazo para la tauromaquia en general, y para la recuperación de la fiesta de toros en Cataluña, en particular.

Entre los argumentos en los que basan su optimismo está que la plaza se llenará por primera vez en mucho tiempo, y es perfectamente posible que así sea. Ahora bien, no será el resurgimiento de la afición catalana la que atestará la Monumental sino la llegada de gente de toda España y Francia que muy posiblemente no vuelva a ir después del festejo. No se trata de ser agorero, pero esa gente no va a ver toros a Barcelona como no sea porque reaparece José Tomás y cuando eso haya pasado lo más posible es que no vaya de nuevo. Sin pasar por alto el hecho que muchos de ellos no irán siquiera a ver toros sino a José Tomás, y tampoco es eso.

Teniendo en cuenta esta circunstancia y el hecho que el cartel está completado por toreros dudosos, por decir lo menos, para el aficionado, y que los toros provienen de una ganadería que no deja lugar a duda alguna en su condición de casta, raza y bravura, ¿podemos considerar el acontecimiento taurino como un gran espaldarazo para la fiesta? En otras palabras, ¿es esa la fiesta que queremos respaldar? Porque si es eso, no deberíamos molestarnos. Los que sostienen que es importante que la fiesta esté en el candelero pueden estar tranquilos porque esa fiesta sí lo está, desde hace mucho tiempo. Es la fiesta que aparece todas las semanas en el Tomate, en las revistas del corazón y en la prensa rosa. No hace falta que vuelva José Tomás para la gente se interese por esa farsa. Basta con que se retire Jesulín, “reaparezca” Ortega Cano y Tendido Cero le dedique capítulos enteros a la falacia del indulto como tabla de salvación para la casta y la bravura.

La fiesta que se trata de rescatar es la del arte y del valor, no aquel circo con el que nos han venido bombardeando desde hace años, y la reaparición de José Tomas en Barcelona, a priori, no parece ser el mejor camino para conseguirlo. Todo lo contrario.

La ilusión


Frederich Nitzche escribió que la esperanza es el peor de los males porque prolonga los tormentos del hombre. Ahora que nos aprestamos a enfrentar una nueva versión de la primera feria del mundo en la capital de España, los recuerdos se transportan a aquellas épocas no tan lejanas en las que los aficionados llegaban a la plaza con ilusión, y por mucho que los decepcionara lo que veían en el ruedo, la tozuda esperanza se imponía ante su raciocinio y al día siguiente estaban nuevamente sentados en su incómoda localidad a la espera del milagro que los llevara a salir toreando de Las Ventas, como ya muchas veces había ocurrido. Por cierto, por muy quimérico que fuera el optimismo, tenía una base en qué sustentarse. En el toreo los milagros se producen bajo reglas estrictamente lógicas, y de no darse éstas no hay intervención divina que valga. El problema actual es que lo que está ocurriendo con la Fiesta de Toros hace que se haya removido irremediablemente la base terrena para el milagro y la ilusión.

Un autor norteamericano escribió, sin haber pisado nunca una plaza de toros y sin sospechar que estaba definiendo parte de la ideología del aficionado, que “la imaginación es más fuerte que el conocimiento, el mito es más potente que la historia, los sueños son más poderosos que los hechos y la esperanza se impone a la experiencia”. Pero claro, también la realidad tiene que ayudar un poco. Preguntarse actualmente qué esperamos ver en esta feria que se avecina es sacar un pasaje sin retorno al desaliento. La casta, la bravura, el trapío, la integridad del toro de lidia, incluso hasta los problemas por resolver, solamente pueden resarcirnos parcialmente si junto con admirarlas en el ruedo nos vemos forzados a presenciar que han de enfrentarse a una acorazada ruin que las destrozará reglamentariamente en dos interminables varas. Según las nuevas disposiciones ya no hacen falta tres entradas. Medir la bravura es un trámite fútil; “ver al toro”, un lujo superfluo. La “neotauromoqua” hecha ley.

Si llega a salir ganado de esas características, cosa que no se ve, salvo honrosísimas excepciones, y no necesariamente en Madrid, desde hace bastante tiempo, y si llega el animal a conservar todavía arrestos y poder después de la carnicería inicial, se estrellará contra la ya habitual ausencia de recursos de la torería a pie, aunque en algunos casos el pundonor haya enmascarado la indefensión y haya transformado en meritorios legionarios a toreros sin talento, otorgándoles un apelativo ostentado por antiguos maestros cuya principal virtud era precisamente la técnica. El manido aforismo “cuando hay toros no hay toreros” (su contrapartida ya no tiene mayor aplicación) se ha superado en la práctica, no con el proceso de preparar toreros para dominar a los toros de casta, sino eliminando a los toros de casta para que los diestros no tengan nada que dominar.

El paso de la tauromaquia a esto que estamos viviendo no ha sido sutil pero sí paulatino e inexorable. No seré yo el que atribuya una inteligencia malévola superior a quienes están detrás de la descomposición del espectáculo porque sinceramente creo que ha sido una corrosión casual y casi inconsciente. Simplemente se ha tratado de un abuso indiscriminado e irresponsable de recursos naturales hasta convertirlos en irrecuperables por una razón u otra. Es sabido que, en su momento, muchos ganaderos, por miedo a quedarse irremisiblemente sin el pan que llevarse a la boca, sucumbieron (algunos de muy buen grado, todo hay que decirlo) ante las exigencias de los taurinos, y ahora, por razones relativamente similares, al ver que la desintegración que han propiciado se manifiesta en pérdidas económicas, cuando ven que las plazas no se llenan nunca, que los toros se venden por menos dinero porque no hay selectividad y que la fiesta está en el candelero solamente por pucherazos, divorcios o acometidas antitaurinas, algunos han exhibido su intención de volver a inocularles picante a sus toros “artistas”. Pero el daño ya está hecho y si llegan a conseguirlo, será para estrellarse contra el muro de ineptitud de profesionales que ya se han acostumbrado a otra cosa. Y por cierto, corren el riesgo de enfrentarse a la prensa taurina moderna, dispuesta a descalificar como obsoletas la casta y la bravura.

Si la corrida de Victorino del San Isidro de 1982 hubiera saltado al ruedo el año pasado habría sido un petardo descomunal y les habría faltado ordenador a los plumarios para calificarla de “imposible” por su peligro y aviesas intenciones, y de una involución a épocas felizmente superadas. Y los cuatro “intransigentes” que, sin duda, hubieran aplaudido a toda la corrida en el arrastre y hubieran enrostrado a los actuantes su falta de vergüenza, habrían sido llevados a la picota e infamados por su falta de sensibilidad para los que se juegan la vida en el ruedo.

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde y me temo que sea verdad porque el momento está empezando a llegar. No solamente nos han robado la fiesta, nos han robado la ilusión. Nos han robado la inexplicable fe en el milagro que nos llevaba a la plaza a ver a Curro. Aquella que hubiera llenado hasta la bandera la plaza de Las Ventas si Chopera hubiera programado de nuevo la terna Antoñete, Curro y Paula la semana siguiente del celebérrimo escándalo. El astuto empresario vasco lo pensó pero decidió que hubiera sido una provocación y no lo hizo, pero la plaza se hubiera abarrotado y ¿quién sabe? a lo mejor se hubiera dado el milagro. Ahora no. O por lo menos nada que se nos ocurra a bote pronto. A menos que, claro, aparezca alguien... Qué diablos. Vamos a seguir soñando.

La Indefensión


La concesión de la plaza de Las Ventas de Madrid a la empresa Taurovent ha venido a poner en evidencia varias cosas que merodeaban por el abatido subconsciente de los aficionados pero que quizás nunca habían quedado tan palmariamente demostradas como ahora.

En primer lugar, que la legalidad y la integridad no desempeñan ningún papel en las decisiones de quienes rigen los destinos de la Fiesta. No solamente se ha renovado el contrato a una empresa que ha sido responsable de una de las temporadas más deplorables que se recuerdan en Madrid, que ha incumplido más de un centenar de compromisos adquiridos en su pliego anterior, tal como denunciaron públicamente algunas asociaciones de aficionados, y que no sólo no han reconocido ninguna de sus faltas sino todavía han tenido la desfachatez, tanto los empresarios como sus padrinos de la CAM, de describir su gestión como exitosa, sino que la baremación de los pliegos presentados ha sido tan grotescamente interpretada para dar el triunfo al candidato oficialista que no resiste el menor análisis serio.

Sin embargo se han salido con la suya, y esto no solamente ha dejado de manifiesto lo irregular del sistema, sino también ha aportado todavía más pruebas de la indefensión en la que nos encontramos los que pagamos nuestra entrada.

A decir verdad, dicha impotencia ya estaba quedando clara ante la propia presentación de los pliegos. Nos daban a elegir entre una empresa fracasada en toda la línea, otro postulante cuyo historial lo pone del lado del taurinismo más recalcitrante y cuyas irregularidades han alcanzado proporciones históricas en un país de la gran cultura taurina que tiene Francia, y un empresario al que muchos atribuían buenas intenciones pero cuya inexperiencia lo hacía inviable para hacerse cargo de la primera plaza del mundo. Y se supone que los aficionados teníamos que decidirnos por alguno de ellos. O tal vez no. A lo mejor de los aficionados no se preocupa nadie y da igual que ninguno de los pliegos presentados, en medio de toda la fanfarria de nombres famosos y entusiastas indocumentados, los represente.

El caso no es nuevo, pero hasta hace algún tiempo, el que presentaba sus oposiciones para regir Madrid venía acompañado de un cierto beneficio de la duda, aunque más no fuera por el sencillo hecho que era difícil que lo fuera a hacer peor. O por lo menos eso pensábamos entonces. Cuando llegaron los Lozano a hacerse cargo de Madrid, salíamos de la larga y decadente era Chopera y, aunque no echáramos las campanas al vuelo, abrigábamos la esperanza de que nadie lo podría hacer más mal. Es verdad que nos equivocamos también en eso y al final había hasta quienes añoraban al empresario vasco, pero en su momento el beneficio de la duda era aplicable.

En este caso no queda duda alguna. Ni Martínez Uranga ni Casas ofrecen ningún margen para la esperanza y cualquiera de los dos que se hiciera cargo de la plaza habría significado un paso más, y me temo que decisivo, a la degradación de ella y, por ende, de toda la Fiesta de toros.

Lo paradójico de todo esto es que, a las sombrías circunstancias en la que nos encontrábamos, se agregó la del manifiesto pucherazo que llevó a la renovación de la concesión, con lo que los aficionados nos vimos en la disyuntiva insoluble de tener que atacar a unos sin poder defender a otros. Hemos denunciado el fraude en la baremación porque es inaceptable en cualquier circunstancia, pero si hubiéramos triunfado en nuestra exigencia de transparencia y honestidad hubiéramos conseguido que la plaza hubiera quedado en manos de lo que muchos consideran hasta un mal mayor.

Pero todo es teoría y no nos hagamos ilusiones en ese sentido. Los aficionados no pintamos nada. Somos una minoría que paga su entrada religiosamente y se deja oír en la plaza de vez en cuando. Y cada vez menos, porque la legión de defensores del estatus quo y de la ignominia institucionalizada, aunque lo hagan sin mala intención y como producto solamente de su desconocimiento, han alcanzado una mayoría creo que irreversible en todos los estratos taurinos. O si no que se lo pregunten al aficionado que expulsaron del aula de Las Ventas durante la tertulia de un club taurino, por haber ido a protestar por las irregularidades de la concesión. Joaquín Vidal ya había denunciado durante años que a los aficionados los querían echar de la plaza pero no había llegado todavía el momento en que fueran otros aficionados los que lo hicieran. Si eso no es indefensión, sinceramente no sé qué lo será.

domingo, 11 de noviembre de 2007

La Propaganda

“Propaganda es la expresión de una opinión o una acción por individuos o grupos, deliberadamente orientada a influir opiniones o acciones de otros individuos o grupos para unos fines predeterminados y por medio de manipulaciones psicológicas.”
Violet Edwards; Instituto de Análisis de
Propaganda de Nueva York


La propaganda es tan antigua como la Historia. Desde las viejas culturas, desde los orígenes de las religiones y acompañando a cuanta ideología política ha visto la faz de la tierra, la propaganda ha sido un fenómeno constantemente presente en los procesos de desarrollo de la sociedad. Muchas veces ha tenido una connotación especialmente nefasta, como el tristemente famoso ministerio encabezado por Joseph Goebbels, y otras se ha transformado en un bastión de defensa de la cultura como el Comissariat de propaganda catalán, creado en 1936, pero cualesquiera que haya sido su motivación el elemento de manipulación ha estado siempre presente. Esto ha llamado a la creación de institutos como el citado más arriba destinados a enseñar a la gente cómo pensar en lugar de qué pensar, que es lo que la propaganda persigue.

Quizás el ejemplo más elocuente puede ser extraído de la genial novela 1984 de George Orwell, en la que los preceptos del Gran Hermano (qué pena que el término haya adquirido una connotación tan chabacana por obra de la telebasura) se planteaban en tres decidoras líneas:

La guerra es paz.
La libertad es la esclavitud.
La ignorancia es la fuerza.

Esta pedante introducción tiene como objeto llamar la atención de una situación que se vive casi diariamente en el toreo a través de los medios de comunicación y muy especialmente –aunque no exclusivamente- de la televisión estatal. Allí, periodistas profesionales, o por lo menos titulados, tienen la labor constante de trasladar al público un mensaje, en lugar de una información o un análisis. Es raro que la única categoría del periodismo en la que la ética profesional no tiene necesidad de ser respetada, sea la de la crónica taurina pero por lo visto es así y a nadie parece sorprenderle.

En cualquier sociedad medianamente civilizada, un periodista que percibe un sueldo de un partido político estaría descalificado para presentarse como analista en un medio del Estado, pero en el caso de los toros los conflictos de intereses parecen no molestar. Con esto no quiero decir que los periodistas que reúnen esas características tengan una agenda de manipulación porque sería tildarlos de deshonestos, pero la constelación en la que se manejan deja espacio para dudas.

Estas dudas podrían ser disipadas por una circunstancia que agravaría todavía más las cosas y es que la manipulación y el interés por desvirtuar la verdad y por vender una Fiesta adulterada provenga de una sincera ignorancia, lo que también sería digno de ser analizado por una comisión de ética. Realmente es imposible determinar cuál de los dos casos sería peor, pero lo cierto es que los resultados que tenemos que padecer con porfiada frecuencia hacen sospechar una de las dos causales.

Pasando por alto los dislates cotidianos, como las loas al toreo con el pico, la justificación de los pares de sobaquillo, la incapacidad de prever que un toro se va a echar cuando escarba en tablas con la cara entre las manos y el calificar de “curioso” el hecho que una estocada haya caído contraria, es más preocupante que se pretenda convencer al crédulo público televidente que el éxito de una corrida pase por la prescindencia del toro y que el único lucimiento real es el que no hace necesaria la lidia.

La corrida de Victorino en Zaragoza, que todavía sigue dando mucho juego, inspiró el siguiente apotegma aparecido en un portal taurino y repetido textualmente por otro periodista en un programa de televisión:
“Hay algo más peligroso que un toro peligroso. Que el público crea que no lo es.”
Referido a la Feria del Pilar, la afirmación conlleva un error garrafal. El público o, mejor dicho, los aficionados, tenían perfectamente claro que los toros tenían peligro. El peligro de la casta. Por eso los aplaudieron en el arrastre y por eso censuraron a los toreros por la falta de recursos para hacerles frente. La propaganda oficialista quiere deslizar la implicación que los toros con peligro y con casta no son aptos para la lidia, e intentan pasar ese mensaje cada vez que pueden para, por extensión, aumentar la valoración de las reses criadas por quienes los tienen en su nómina de sueldo. (perfectamente legal, por cierto)

Que, en este caso, la propaganda manipuladora sea producto de la ignorancia o de una intencionalidad turbia, da exactamente lo mismo. El problema sigue siendo alarmante y digno de ser analizado por alguna instancia oficial de evaluación profesional.

¿Qué diantres es torear?


He tenido la ocasión de ver una entrevista por televisión de un torero al que he visto torear estupendamente una vez y que cuenta con una cierta simpatía a priori por mi parte: Enrique Ponce. Podrá ser paradójico que con esa apreciación previa no haya sido capaz de aplaudirle tantas veces como hubiera deseado, sino en tan contadas oportunidades. Ponce de mí se ha llevado más recriminaciones que cumplidos pero es lo que ocurre con los toreros con condiciones y técnica a los que uno espera que rompan de una vez por todas dando el tipo de torero cabal, con toros de verdad en plazas de primera. Por la misma razón esos mismos toreros son aquellos que se suelen llevar los peores reproches por sinvergüenzas.

Habiendo surgido la palabra clave y sin esperar volver a utilizarla, me gustaría referirme a algunos elementos de las declaraciones de Ponce que vinieron a poner en evidencia mi total descolocación teórica en el ámbito de la tauromaquia actual. Por lo visto, hoy por hoy, el toro que no colabore, en el sentido de no necesitar lidia sino de exponer desde su salida la voluntad de ir y venir por donde el torero lo quiera llevar y no constituir más peligro que el de ser un animal irracional de 500 kilos con dos cuernos, debe ser incluido en la definición de “toro de la tragedia.”

El maestro no profundizó en la descripción pero es de presumir que un toro de tragedia es el que pega cornadas, aquel cuyos movimientos y reacciones no son previsibles, aquel que te busca en el suelo cuando has caído, que no te deja pegarle decenas y decenas de muletazos sin que lo hayas dominado antes y con el cual si cometes un error cobras. Debo reconocer que la genérica e incompleta descripción la he tomado de toros de lidia de otra condición, los encastados, pero no se me ocurre otra.

Sería una hipocresía manifestarse sorprendido con dichas palabras teniendo en cuenta que es lo que Ponce y su cuadrilla han venido demostrando desde hace muchos años y cualquiera que le diera otra interpretación, como intentaron hacer algunos hombres de prensa afines, estaría tratando de encontrarle el ajuste y la excusa a lo que no puede ser más evidente. Sin embargo lo que es relativamente nuevo, es que los protagonistas de la Fiesta estén siendo tan enfáticos al reconocer abiertamente la situación y darla por válida.

Hace no demasiado tiempo la televisión estatal contaba con comentaristas que junto con valorar de manera suficientemente adecuada las virtudes de la casta y la bravura, y el mérito de quienes la dominaban, también buscaban la manera de formular lo que no era tan de recibo de modo de otorgarle algún nexo con lo que es la verdadera tauromaquia. Igual nos pretendían tomar el pelo porque lo que se estaba viendo no era la epopeya que el narrador describía pero era una forma más piadosa de faltar a la verdad para no desconocer los valores imprescindibles de la tauromaquia. No sé si éticamente era mejor o peor, pero era así. Existía una vergüenza tácita de traicionar los principios, acompañada de una sinvergonzonería para buscar la forma de hacerlo sin que fuera demasiado obvio.

Ahora da igual; la verdad es la mentira y lo bueno es lo malo. Ahora a toreros y periodistas no les tiembla la voz para descalificar los principios básicos de lo que debe ser una corrida de toros, para criticar acerbamente a quienes le reprochan su actitud (en caso de algunos periodistas recurriendo incluso a la palabra “ignorancia”, para gran regocijo de todos nosotros) y para pretender estigmatizar, con la insolencia del ignaro y la audacia que da el desconocimiento, a determinados presidentes cuya integridad es uno de los pocos destellos que nos hacen mantener alguna esperanza en el futuro de la Fiesta.

Enrique Ponce es un torero digno –aunque haya quienes den razones para asegurar lo contrario- y esperábamos que no estuviera en el nivel en el que el que se manejan algunos de los sedicentes informadores, pero ahora nos tocó escuchar de labios del maestro que el Reglamento debe ser modificado para evitar las injusticias de tener que escuchar avisos en medio de una faena triunfal. Ponce hace la salvedad que tampoco son de recibo los avisos cuando se ha alargado la faena por tener que dominar a un toro difícil y les otorga legitimidad solamente cuando el torero se está poniendo pesado, pero todas esas variantes hacen impracticable que se legisle al respecto debido a que daría la responsabilidad a la Presidencia de decidir cuál situación es cuál, con el consiguiente riesgo de arbitrariedad.

Pero lo que más preocupa de la queja del matador que seguramente pasará a la historia como el que ha recibido más avisos por actuación, es su preocupación porque le interrumpan faenas gloriosas con el inoportuno recordatorio, porque me lleva a la pregunta que abre esta disquisición: ¿qué diantres es torear? ¿Y en qué se diferencia con pegar pases? Un toro al que se esté pegando pases durante más de diez minutos ¿se le está toreando? ¿Es un toro de lidia, con casta y bravura? ¿Se le está teniendo que dominar? ¿Se le está forzando a que pase por donde no quiere? ¿Se puede llamar a eso una “gran faena?” ¿Se terminará modificando el Reglamento para otorgar impunidad a los pegapases?

Son muchas preguntas que los aficionados ya habrán respondido. Ningún toro aguanta diez minutos de pegapasismo si lo torean según los cánones de la tauromaquia, dando la distancia, cargando la suerte y rematando atrás. Ningún “toro de tragedia” se deja dar coba durante tanto tiempo sin enfadarse. Ninguna faena puede construirse según la lógica de la tauromaquia durante tanto tiempo porque los conceptos de poderle y torearle hasta que el toro pida la muerte pierden sentido. Si para los antiguos maestros los avisos eran un baldón del cual había que avergonzarse era porque eran una señal de que no habían podido con el toro, generalmente por los problemas de la casta que plantea un toro de lidia, bravo o manso. Un “toro de tragedia”, vamos. Pero claro en otras épocas se toreaba, no se pegaban pases.

Y Victorino ¿qué?


Después de la campaña organizada por los medios afines al taurinismo y alentada por las declaraciones de un matador de toros en retiro para eliminar las dificultades y el peligro de la Fiesta de toros, sería interesante que esta maniobra tuviera algún contrapeso o respuesta compatible con el escándalo formado. El derecho a réplica conlleva que la respuesta sea formulada en los mismos medios en que fue publicada la acusación a la que se reacciona y se le dé una difusión comparable.

Obviamente quien debe salir en defensa de los toros y, por ende, en defensa de la tauromaquia eterna, es el ganadero agraviado. Él es el que, puesto en la disyuntiva de tomar partido, debe romper una lanza por esa fiesta creada hace siglos como el arte de dominar a una fiera y no como un ballet inofensivo para forrarse sin sobresaltos, como algunas figuras del toreo actual no tienen empacho alguno en reconocer públicamente.

El problema es que esto es un negocio y hay que defenderlo. Así y todo, hay señales alentadoras. Victorino Martín fue citado en un portal taurino declarando flemáticamente que los toros de Zaragoza le gustaron, pero en su página web va más lejos en su énfasis asegurando que la corrida de El Pilar lo siguiente:

“Corrida muy encastada con los problemas y dificultades que conlleva este encaste. Ha sido una corrida muy bien presentada, muy ofensiva por delante y sinceramente creo que ha desbordado a la terna. En conjunto ha sido un encierro bravo y de gran interés para el público. Cuatro de los seis toros han tomado tres puyazos y ha habido dos toros bastante toreables, especialmente el cuarto que para mí ha sido un gran toro.”

Por lo que se puede extraer de las opiniones de excelentes aficionados presentes en la plaza y especialmente por las descripciones de los plumarios de los taurinos de los “defectos” de la corrida, el ganadero tiene más razón que un santo. Además, escribiendo en su propio terreno, destaca el juego del toro Mentolado, corrido en cuarto lugar, que llevaba el número 13-02 y 513 kilos de peso, y establece dos cosas, a mi juicio, de capital importancia. Primero que el toro fue tan bueno que merece ser mencionado, con foto y todo, entre los mejores de la temporada y, segundo, que “El público protestó la actuación del matador”.

Hasta aquí, todo bien. Lo único malo es que, mientras la maquinaria publicitaria taurina le ha dado todo el bombo que ha podido a su concepción distorsionada de lo que debe ser el toreo, las incuestionables palabras de Victorino han trascendido poco más allá de su libreta de notas.

No se trata de crear enemistades ni de promover polémicas baratas entre los actores de la Fiesta, pero estamos en un punto de transición que puede ser definitivo para el futuro de la tauromaquia y es imperativo agarrarse de todos los salvavidas a mano. Y Victorino ha cumplido esa misión antes con gran éxito y se ha ganado la gratitud de la afición y de los toreros de verdad. Ahora la pregunta es si realmente podemos seguir contando con él.

Desde luego que todo ganadero que ve cómo una corrida es desaprovechada por una terna indefensa y que comprueba (me imagino que con satisfacción) que un grupo de aficionados ha visto lo mismo que él y ha entendido a los toros al punto de aplaudirlos en el arrastre, no para “molestar a los toreros” como quieren vender los propagandistas de destoreo, sino como un homenaje sincero a la casta, habrá de cerrar filas con sus partidarios circunstanciales y criticar a quienes los critican. Pero hasta qué punto esa posición servirá para establecer las bases de una renovada ética del toreo o son un caso puntual que volverá a la rutina la próxima temporada, es algo difícil de predecir.

Victorino quiere que sus toros los toreen las figuras. Es lo que quieren todos los ganaderos y nadie tiene el derecho de reprochárselo. Pero el listísimo ganadero de Galapagar tiene igualmente claro que las figuras no pueden con sus toros y que ya no hay toreros que les saquen el partido que merecen cuando las reses llegan a lucir las características de casta y bravura que las han hecho famosas. Aquel escalafón de lo que la prensa taurina calificaba de “modestos” o “segundones” ya no existe. Para aquellos de memoria corta, se trataba de toreros de técnica, pundonor e incluso capaces de hacer el toreo, de los que ya no se usan, y a los que, en retrospectiva, los aficionados añoramos desde lo más profundo de nuestro corazón.

Aquel dicho tan desprestigiado, por venir de quien vino en las circunstancias en que se pronunció, de que “no hay más cera que la que arde”, es actualmente y por desgracia una verdad como un templo. Y Victorino lo sabe. No estamos descubriendo la pólvora. Todas las “gestas” protagonizadas por los figurines con sus productos para fingir que son capaces de enfrentarse a toros de verdad aunque sea una vez cada varios años, no han sido más que artificios publicitarios para engañar a los más incautos y dar pie a sus asesores de imagen para que vendan el acontecimiento como auténtico. Y Victorino ha colaborado sin paliativos en dichas farsas soltando reses que, si no llevaran la A coronada, podrían perfectamente ser de la ganadería de Perico, Marqués de los Palotes, ganadero comercial donde los haya.

Es por eso, quizás, que las respuestas del ganadero no van acompañadas de declaraciones de principios sino de análisis puntuales y eventuales críticas, y no tocan el punto central de la cuestión. Para Victorino Martín ponerse del lado de los aficionados incondicionalmente es dispararse en su propio pie. Sabe perfectamente que ponerse en esa tesitura lo condenará al ostracismo y lo llevará a correr la suerte de tantas ganaderías de bravo que se extinguieron lentamente porque no había quién las toreara o las quisiera torear, y seguramente no permitirá que esto ocurra.

Ahora se trata solamente de saber cómo llevará a cabo la prueba de contorsionista de ser consecuente con sus principios de gran aficionado y ganadero al mismo tiempo que no deja de ganar dinero complaciendo a los que no son ni aficionados ni toreros ni nada, sino simplemente pretenden ser la Margot Fonteyn del toreo, forrándose sin correr riesgos ni demostrar las virtudes elementales del torero: técnica, arte y valor. Ya se nos han caído algunos iconos en lo que va de nuestra vida de aficionados pero no aprendemos con nada y cada esperanza nueva nos devuelve la juventud. Ojalá que no nos vuelvan a defraudar.

Por cierto, cito a la gran prima ballerina británica como un ejemplo llevado al extremo y no para darle armas a quienes admiraron su arte y su técnica en los escenarios del mundo y quieren eliminar lo demás en la tauromaquia, porque así no funciona la Fiesta. El riesgo, la emoción y el miedo son consustanciales a ella y en eso se diferencia el toreo con el resto de las artes y le confiere todo el mérito que tiene. Ya quisiera ver yo a la señora Margot si Nureyev hubiera pegado cornadas, anda.