domingo, 11 de noviembre de 2007

Otro Espejo Roto


Una de las cosas que yo no sé valorar del maravilloso invento de los DVD es la de los extras. Todo lo que se puede apreciar acerca del proceso de gestación de una película que a uno lo impresionó especialmente, así como lo que se muestra detrás de las escenas, tiende a traerme a una realidad que no esperaba después de haber gozado el producto final. Todo aquello que admiramos en cuanto a buen gusto, a sinceridad y a capacidad intelectual, muchas veces se ve desmentido por los intercambios indiscriminados de loas y de manifestación de intenciones que distan mucho de lo que uno valoró tan positivamente.

En todas las artes se produce el mismo fenómeno. Muchas veces conocer al artista puede ser un escollo para su real valoración. Sinceramente no sé si mi animosidad por compositores como Richard Strauss o Carl Orff se debe realmente a su música o al hecho que fueron connotados nazis. Seguramente no es así porque igual admiro a Dalí, a pesar de su pasado franquista, adoptado por razones tan surrealistas como el resto de su vida, y también admiro a Picasso o a Fellini, con todo los misóginos que eran. Tampoco decayó mi admiración por Borges incluso después de sus declaraciones inexplicablemente ultraderechistas y seguí leyendo a Simenon después de enterarme de sus devaneos con el Gobierno de Vichy.

Resulta más raro todavía que los aficionados no nos hayamos acostumbrado a que los profesionales del toreo tienen otros intereses que nosotros y cuando llegan a coincidir con nosotros es por casualidad o por razones estrictamente mercantiles. Los victorinos “vendían” — que no “servían”— en los ochenta, el público llenaba las plazas y los toreros con técnica y valor se hacían ricos toreándolos. Mientras eso duró todo el mundo se convencía que los pedazos de toreros que están en el recuerdo de todos, llevaban la misma bandera de la pureza y la autenticidad del toreo que los aficionados en el tendido. Tuvo que llegar la descomposición de la Fiesta para que nos diéramos cuenta que en realidad eran pocos los que todavía estaban de nuestro lado.

A veces resulta casi patético escuchar las intervenciones como comentaristas invitados en medios de comunicación de admirados maestros, algunos de los cuales se retiraron sin mácula en su trayectoria pero convencidos que eran artistas incomprendidos y que si Madrid “supiera esperar” habrían demostrado su estética con toros de garantía en lugar de tener que pelearse con toros de lidia. La paradoja es que algunos de ellos obtuviera sus mayores éxitos con toros bravos y encastados, toreando con el arte más puro que se puede pedir en la tauromaquia que es el de la belleza mezclada con el dominio.

Otros dejaron esperar la despedida hasta que la tenían delante de sus narices, sin con ello hipotecar, a mi juicio, una brillante trayectoria profesional, pero dejando un sabor agridulce en el paladar de los aficionados a los que habían regalado exquisita ambrosía tantas tardes. La decepción en este caso no era solamente el de ver a un admirado maestro haciendo el ridículo de telonero en el ruedo sino porque, analizando su trayectoria no era lo que esperábamos.

Pero creo que ha llegado el momento de ver las cosas con los ojos de la realidad en lugar de seguir idealizándolas. No son muchos los maestros que llegaron a la retirada sintiendo que cumplieron con su cometido o que son tan inteligentes como para relativizarlo filosóficamente. No todos terminaron dando conferencias en el Ateneo para dar a conocer al mundo todo aquello que demostraron en los ruedos. No todos son capaces de declarar públicamente que “uno no va a divertirse a los toros”, sabiendo que habrá muchos que, por estupidez o por oportunismo, no puedan o no quieran entenderlo.

Los aficionados estábamos advertidos pero preferimos quedarnos en nuestro mundo de ensoñaciones y de tardes gloriosas registradas en nuestro disco duro cerebral. No nos damos cuenta que cuando los matadores tan admirados pasan a integrar otros estamentos de la Fiesta o están a punto de hacerlo, desmienten todo lo que le valorábamos en el ruedo. No puede ser casual que aquellos toreros que se han dedicado a apoderar o a ganaderos hayan olvidado o traicionado sus principios, sino simplemente aquellos principios no eran los que nosotros suponíamos o esperábamos que tuvieran.

El caso de los apoderados es significativo. No he mencionado nombres hasta ahora pero lo haré. Luciano Núñez toreaba al natural mejor que todos sus poderdantes pero parece darse por enteramente satisfecho con los resultados de sus pupilos mientras sigan llegando contratos. Como él hay muchos, y en la historia cientos. No ahondaré porque los aficionados más entendidos que yo tendrán muchos más nombres en su libreta. Llama la atención que no nos sorprenda dicha fluctuación de gustos y principios y recién nos vengamos a dar cuenta cuando lo leemos, negro sobre blanco, en una desafortunada alegoría que desmonta no solamente los principios de la tauromaquia auténtica sino los de una ilustre carrera. Ya es hora que nos acostumbremos al incontestable hecho de que estamos solos.

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