domingo, 11 de noviembre de 2007

¿Qué diantres es torear?


He tenido la ocasión de ver una entrevista por televisión de un torero al que he visto torear estupendamente una vez y que cuenta con una cierta simpatía a priori por mi parte: Enrique Ponce. Podrá ser paradójico que con esa apreciación previa no haya sido capaz de aplaudirle tantas veces como hubiera deseado, sino en tan contadas oportunidades. Ponce de mí se ha llevado más recriminaciones que cumplidos pero es lo que ocurre con los toreros con condiciones y técnica a los que uno espera que rompan de una vez por todas dando el tipo de torero cabal, con toros de verdad en plazas de primera. Por la misma razón esos mismos toreros son aquellos que se suelen llevar los peores reproches por sinvergüenzas.

Habiendo surgido la palabra clave y sin esperar volver a utilizarla, me gustaría referirme a algunos elementos de las declaraciones de Ponce que vinieron a poner en evidencia mi total descolocación teórica en el ámbito de la tauromaquia actual. Por lo visto, hoy por hoy, el toro que no colabore, en el sentido de no necesitar lidia sino de exponer desde su salida la voluntad de ir y venir por donde el torero lo quiera llevar y no constituir más peligro que el de ser un animal irracional de 500 kilos con dos cuernos, debe ser incluido en la definición de “toro de la tragedia.”

El maestro no profundizó en la descripción pero es de presumir que un toro de tragedia es el que pega cornadas, aquel cuyos movimientos y reacciones no son previsibles, aquel que te busca en el suelo cuando has caído, que no te deja pegarle decenas y decenas de muletazos sin que lo hayas dominado antes y con el cual si cometes un error cobras. Debo reconocer que la genérica e incompleta descripción la he tomado de toros de lidia de otra condición, los encastados, pero no se me ocurre otra.

Sería una hipocresía manifestarse sorprendido con dichas palabras teniendo en cuenta que es lo que Ponce y su cuadrilla han venido demostrando desde hace muchos años y cualquiera que le diera otra interpretación, como intentaron hacer algunos hombres de prensa afines, estaría tratando de encontrarle el ajuste y la excusa a lo que no puede ser más evidente. Sin embargo lo que es relativamente nuevo, es que los protagonistas de la Fiesta estén siendo tan enfáticos al reconocer abiertamente la situación y darla por válida.

Hace no demasiado tiempo la televisión estatal contaba con comentaristas que junto con valorar de manera suficientemente adecuada las virtudes de la casta y la bravura, y el mérito de quienes la dominaban, también buscaban la manera de formular lo que no era tan de recibo de modo de otorgarle algún nexo con lo que es la verdadera tauromaquia. Igual nos pretendían tomar el pelo porque lo que se estaba viendo no era la epopeya que el narrador describía pero era una forma más piadosa de faltar a la verdad para no desconocer los valores imprescindibles de la tauromaquia. No sé si éticamente era mejor o peor, pero era así. Existía una vergüenza tácita de traicionar los principios, acompañada de una sinvergonzonería para buscar la forma de hacerlo sin que fuera demasiado obvio.

Ahora da igual; la verdad es la mentira y lo bueno es lo malo. Ahora a toreros y periodistas no les tiembla la voz para descalificar los principios básicos de lo que debe ser una corrida de toros, para criticar acerbamente a quienes le reprochan su actitud (en caso de algunos periodistas recurriendo incluso a la palabra “ignorancia”, para gran regocijo de todos nosotros) y para pretender estigmatizar, con la insolencia del ignaro y la audacia que da el desconocimiento, a determinados presidentes cuya integridad es uno de los pocos destellos que nos hacen mantener alguna esperanza en el futuro de la Fiesta.

Enrique Ponce es un torero digno –aunque haya quienes den razones para asegurar lo contrario- y esperábamos que no estuviera en el nivel en el que el que se manejan algunos de los sedicentes informadores, pero ahora nos tocó escuchar de labios del maestro que el Reglamento debe ser modificado para evitar las injusticias de tener que escuchar avisos en medio de una faena triunfal. Ponce hace la salvedad que tampoco son de recibo los avisos cuando se ha alargado la faena por tener que dominar a un toro difícil y les otorga legitimidad solamente cuando el torero se está poniendo pesado, pero todas esas variantes hacen impracticable que se legisle al respecto debido a que daría la responsabilidad a la Presidencia de decidir cuál situación es cuál, con el consiguiente riesgo de arbitrariedad.

Pero lo que más preocupa de la queja del matador que seguramente pasará a la historia como el que ha recibido más avisos por actuación, es su preocupación porque le interrumpan faenas gloriosas con el inoportuno recordatorio, porque me lleva a la pregunta que abre esta disquisición: ¿qué diantres es torear? ¿Y en qué se diferencia con pegar pases? Un toro al que se esté pegando pases durante más de diez minutos ¿se le está toreando? ¿Es un toro de lidia, con casta y bravura? ¿Se le está teniendo que dominar? ¿Se le está forzando a que pase por donde no quiere? ¿Se puede llamar a eso una “gran faena?” ¿Se terminará modificando el Reglamento para otorgar impunidad a los pegapases?

Son muchas preguntas que los aficionados ya habrán respondido. Ningún toro aguanta diez minutos de pegapasismo si lo torean según los cánones de la tauromaquia, dando la distancia, cargando la suerte y rematando atrás. Ningún “toro de tragedia” se deja dar coba durante tanto tiempo sin enfadarse. Ninguna faena puede construirse según la lógica de la tauromaquia durante tanto tiempo porque los conceptos de poderle y torearle hasta que el toro pida la muerte pierden sentido. Si para los antiguos maestros los avisos eran un baldón del cual había que avergonzarse era porque eran una señal de que no habían podido con el toro, generalmente por los problemas de la casta que plantea un toro de lidia, bravo o manso. Un “toro de tragedia”, vamos. Pero claro en otras épocas se toreaba, no se pegaban pases.

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