lunes, 12 de noviembre de 2007

Una tarde en los toros


Todos los admiradores de mis tan citados Hermanos Marx, recordarán la memorable función de Il Trovatore en la película “Una Noche en la Ópera”, que se vio prolijamente devastada por el accionar de los anarquistas del humor absurdo, los que se encargaron de romper todos los patrones que hacen posible disfrutar la obra maestra de Verdi. Los comentarios, las interrupciones y las antojadizas interpretaciones del argumento, de suyo bastante abstruso, todo hay que decirlo, echaron por el suelo cualquier posibilidad de recreación o de enriquecimiento cultural para aquellos que asistían a la representación.

Por cierto, todo se trataba de una parodia, llena de escenas de un exquisito humor que transformaron a la película en un clásico de la historia del cine. Nadie pretendió, ni podría en su sano juicio pensar, que lo que se estaba viendo era una cumplida retransmisión de un evento cultural, ni que los que la tenían a su cargo tenían alguna noción de lo que estaban interrumpiendo.

Pese al riesgo de festinar un tema serio como el de la desinformación, no nos podemos sustraer al símil de las retransmisiones taurinas de la televisión. Ya se ha criticado por parte de muchos aficionados mejores que yo, la lacra que significa para la fiesta el hecho que los medios de comunicación de más convocatoria estén en manos de profesionales cuya misión fundamental parece ser la de justificar lo injustificable y alabar lo incomprensible. El caso de las televisiones es especialmente sangrante y uno se pregunta si lo más nefasto es la tendenciosidad con que se tergiversa la realidad, por parte de algunos, o la desaforada ignorancia con que otros pretenden sentar cátedra en un tema que obviamente no dominan.

La decisión es tan difícil como bizantina. Ambos fenómenos son igual de peligrosos y no estoy seguro cuál de los dos es más dañino. Para comenzar, en ambos casos se parte del supuesto que el hecho de que participen matadores retirados como analistas les dará seriedad y conocimiento de causa a los comentarios. Profundo error. Más allá de lo buenos que hayan sido como toreros o de lo que sepan de tauromaquia, ponerlos a criticar a sus colegas es poner al zorro a cuidar las gallinas. Por una parte, se puede esperar que pretendan justificar sus propias deficiencias de su época en activo interpretando lo que ven como les hubiera gustado que el público hubiera interpretado sus petardos, en lugar de dedicarle las comprensibles críticas y, por otra, es perfectamente posible que, más allá de su categoría o trayectoria, el torero haga causa común con sus colegas en el ruedo por una cuestión de solidaridad profesional desvirtuando totalmente el mensaje.

Se supone que los comentaristas están allí para otra cosa. Están para reconocer lo bueno y lo malo, explicarlo, educar al oyente y hacer afición. Y ahí nos encontramos con otro de los problemas más serios consistente en describir el término “hacer afición”. Antiguamente se trataba de informar lo más posible al público de modo que supiera a qué iba, qué podía exigir y qué rechazar, y de esa forma velar por una fiesta justa y atractiva. Ahora, se trata de llevar cada vez más gente a la plaza para llenar las faltriqueras de los empresarios, allá penas si tienen la menor idea de lo que van a ver, pero envalentonados por los medios para dar su opinión, especialmente si se trata de atacar a quienes van a los toros desde siempre, aprendieron de los que saben, tienen claro en qué consiste el espectáculo y se niegan a que les roben la cartera.

Cualesquiera que sea el estilo más funesto en las retransmisiones taurinas, lo que no es de recibo es que el supino analfabetismo de algunos de los que las realizan, y no me refiero a los directores de cámara sino muy especialmente a los directores generales y comentaristas, dé una idea tan execrablemente deformada del sentido mismo de la tauromaquia.

A nadie se le podría ocurrir que durante una retransmisión televisiva de una ópera desde el Teatro Real, al periodista que dirige el procedimiento se le ocurra aprovechar la obertura para dar información del resto de la programación de la temporada o para hacer porras con sus colaboradores sobre la cantidad de “dos de pecho” que se escucharán en la tarde. Tampoco sería concebible que los recitativos fueran considerados “tiempos muertos”, durante los cuales es mejor mostrar al público o a entrevistar a los cantantes que no están en ese momento en el escenario. Tampoco a ningún melómano teleespectador se le pasaría por la cabeza que uno de los varios colaboradores del programa se dedicara a entrevistar famosos entre el público durante la interpretación de un aria y, menos aún, que el encargado de los comentarios se permitiera errores garrafales reconocibles a simple vista por cualquiera que esté sentado frente a la pantalla, sepa o no de música.



¿Estamos exagerando? ¿Estamos describiendo otra escena de los Hermanos Marx o existe la posibilidad que ese tipo de absurdos se produzca en otros ramos de la cultura? Pues bien, que lo responda cualquiera que haya visto una retransmisión de toros por televisión en la que:

se hagan porras sobre las orejas a cortar, la demostración de superficialidad triunfalista más palmaria,

se considere “tiempo muerto” todo momento en que el matador no esté pegando mantazos, como si las reacciones del toro ante el capote de los subalternos o, simplemente, su deambular por el ruedo no tuviera incidencia para la evaluación de sus condiciones,

los colaboradores de la emisión, ya sea un joven cuyas preguntas llevan indefectiblemente implícita una afirmación altamente valorativa de las virtudes de los actuantes (“¿No está Fulanito fenomenal?”) o algún otro periodista más veterano que en algún momento ha loado la profundidad del toreo a pies juntos, hayan interrumpido constantemente (a instancias del comentarista principal, bien es verdad) la continuidad del espectáculo moviéndose entre los tendidos para pedir opiniones de espectadores famosos, aunque su fama no tenga nada que ver con los ruedos, mientras la corrida sigue,

el comentarista principal, avalado por su solvencia académica, insista en describir como negro zaino a un toro negro salpicao, bragado, meano, lucero y calcetero,

el periodista opine que el principal problema de un toro inválido, con muestras ostensibles de cojera y cuya ausencia de casta le impide hacer esfuerzo alguno por embestir, es la “falta de transmisión”,

el oráculo a cargo del programa afirme enfáticamente que un toro no pertenece a determinado encaste, digamos “Atanasio”, para después, cuando el ganadero haya sostenido que se trata de un Atanasio puro -como todo el mundo vio por otra parte- su comentario sea solamente “¡Qué listo!”, como si detrás de la aclaración que lo dejó en evidencia como un ignorante hubiera una doble intención que el resto de nosotros, pobres aprendices, no estamos en condiciones de detectar,

que la misma persona que comete tantos errores tenga todavía la desfachatez de iniciar frases con “pues, mire usted, no...” como si no solamente tuviera repajolera idea de lo que está hablando sino que es una autoridad en el tema.

Si alguien ha reconocido los síntomas en algunas de las retransmisiones que le han tocado padecer, comprenderá el grado de surrealismo en el que se debate parte de la prensa taurina actual y la situación de indefensión en que se encuentran los que se dejan influenciar por esa desvergüenza y aquellos que hacen lo posible por sacarlos de su error. Claro que la contienda es ardua. ¿Cómo va a tener uno razón, si lo otro lo han dicho en la tele? ¿Y cómo convencerlos de que la ópera también tiene otra lectura, si se han reído tanto con los Hermanos Marx?

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